Fidel Flores murió en Cajamarca cuando, equivocadamente o no, intentaba proteger su propiedad. La escena de su muerte, bastante violenta y chocante, la hemos visto hasta el cansancio en los canales de televisión. Fidel en el techo de su casa. Fidel lanzando piedras. Fidel cada vez más desesperado. Fidel cayendo al suelo luego de que un perdigón o bala le impactara en el pecho. Fidel pateado. Fidel humillado. Fidel muerto.
La indignación de los ciudadanos no se ha hecho esperar y la condena ha sido masiva. Sin embargo, en el afán de exigir justicia, imágenes absolutamente sórdidas del cuerpo agujereado de Fidel Flores han aparecido en las redes. Y uno no puede evitar preguntarse: ¿para qué? ¿Qué ganamos despertando el horror y las náuseas en los ciudadanos? Ya hemos hablado antes, en esta columna, de lo que significa la exposición innecesaria de la brutalidad humana y reiteramos nuestra posición al respecto: no se consigue nada más que faltarle el respeto al muerto y alimentar el morbo de una población cada vez más anestesiada ante el espectáculo de la violencia. Contrariamente a lo que muchos piensan, la exposición del dolor descarnado no produce empatía ni sed de justicia. Solo nos vuelve seres humanos insensibles y necesitados de imágenes cada vez más fuertes para llamar nuestra atención.
Cuando se trata graficar el dolor y la violencia, al lenguaje informativo se le opone el lenguaje del arte. Hay algo en no decir las cosas de frente, en transformar el gesto bestial de la agresión en una obra nueva, que nos redime a todos. Que nos ayuda a entender lo sucedido. Que nos permite cuestionar la naturaleza humana sin asquearnos de nosotros mismos. El arte no reemplaza el lenguaje de la información, pero sí lo complementa, porque pasa del dato frío y brutal a una interpretación más existencial de los acontecimientos. Porque nos permite pasar el límite del “¿qué?”, para empezar a preguntarnos “¿por qué?”.
Actualmente se encuentra en cartelera la obra de teatro “La cautiva”, escrita por Luis Alberto León y dirigida por Chela de Ferrari. En ella se narra la triste historia de una adolescente cuyo cuerpo se convierte en el campo de batalla que pisotean y ultrajan dos bandos enfrentados por la locura de la guerra. En “La cautiva” vemos a través de los ojos de una niña que va a cumplir 15 años cómo un país puede desangrarse por la violencia descarnada de los terroristas y por la respuesta desesperada, brutal y desordenada de los militares. En “La cautiva” están los soldados, están los terroristas, están Ayacucho y Lima, están la inocencia y la desesperación, y está la más cruel brutalidad humana. Y sin embargo, aunque suene paradójico, y pese a que es una de las obras de teatro más fuertes que se hayan escrito en el Perú, “La cautiva” es una obra bella. Y bella en el sentido más literal de la palabra: es poesía, es dolor, es reflexión, es llanto, es compasión, es ternura.
Luis Alberto León y Chela de Ferrari logran algo que no se consigue con una imagen de una decapitación en vivo o con una foto de un cuerpo despedazado: desgarrarnos sin perder la calma. Cuestionarnos sin escupirnos a la cara. Removernos, solidarizarnos, zamaquearnos. Y logran hacernos pensar en la espantosa violencia que no se descifra en el morbo de una foto, sino en el canto dulce de una niña a punto de ser despedazada por la sinrazón.