Chantaje, extorsión, amenaza, son solo algunas de las palabras que se han vuelto habituales en nuestro vocabulario. Las leemos en los titulares de los diarios, las escuchamos en las noticias de la radio y la televisión. Una tarde es una granada en un circo, a la mañana siguiente alguien recibe una nota amenazante en su chifa, tres días después es una alerta de bomba en un colegio, el fin de semana desfilan las quejas de los propietarios de una bodega. No se necesita tener un imperio en Gamarra, ni ser dueño de una gran empresa, basta que un ciudadano tenga algo que lo vuelva vulnerable, algo que otro pueda aprovechar para asustarlo y es susceptible de convertirse en víctima de chantaje. Puede tratarse de un negocio, un auto, un hijo, un trabajo, un local… da lo mismo. Hoy en día en el Perú, los límites de inseguridad han alcanzado tales niveles que quien tiene algo que proteger está en peligro; y esa es una realidad a la que desgraciadamente nos estamos acostumbrando.
Más allá de las acciones que tienen que tomar las autoridades para detener esta espantosa conducta (eso ya es materia de análisis de diversos especialistas), sería bueno que nos preguntáramos qué hay detrás de un comportamiento como este. ¿Qué nos está pasando como sociedad para que se haya “puesto de moda” eso de vivir a expensas del miedo ajeno? En primer lugar, está claro que los extorsionadores no tienen ningún temor de ser atrapados. Actúan convencidos de que recibirán lo que piden sin que nada ni nadie se interponga en su camino. Por eso, la mayoría de las veces, los extorsionadores se identifican, son personajes conocidos dentro de sus barrios y caminan por las calles infundiendo temor entre sus vecinos. En Trujillo, por ejemplo, el chantaje a los taxistas alcanzó tales niveles de sofisticación hace algunos años, que los autos ostentaban las calcomanías que cada grupo de extorsionadores les proporcionaba a sus víctimas para dejar en claro que estaban al día en “sus pagos” y que ya tenían “dueño”, por lo tanto no podían ser chantajeados por nadie más. Organizadísimos.
En segundo lugar, al sentimiento de impunidad hay que sumarle otro peor: la envidia. Detrás de todo chantajista está un ser humano convencido de que se merece lo mismo que su vecino, pero sin mover un dedo. Por eso deciden que nadie tiene derecho de disfrutar de un trabajo, un negocio o lo que fuera si no paga. Así, el que tiene una mototaxi tendrá que “colaborar” con un porcentaje de lo que gana al día para que lo dejen chambear tranquilo. El señor que tiene una lavandería tiene que “aportar” 50 soles diarios para que no le roben, ni le tiren granadas a sus clientes. El obrero de construcción civil que consiguió un puesto en la última obra municipal tiene que “donar” parte de su sueldo para evitarse problemas.
Y nadie reclama no solo por miedo a las represalias, sino por flojera de encontrarse en la comisaría con un policía que le pida dos soles para completar la denuncia o por evitar pagarle una luca a ese pata que cuida autos al que si no le pagas te baja la llanta.
En resumen, por no tener que transitar por una ciudad donde hay que pagar por disfrutar de nuestro derecho al trabajo, pagar para tener una familia segura, pagar para vivir en paz.