Desde que de niño vi el “Yo Claudio” de la BBC, que a inicios de los años 80 transmitían en horario no apto para menores en Panamericana, nació en mí la debilidad por aquellas producciones sobre Roma tan teatrales y falsas, con engolamiento shakespeariano y pobre atención a los decorados de época. Y si me gustaba entonces la Semana Santa, era justamente por la oferta en la pantalla chica de foros, columnatas y mármoles, aristócratas defendiendo sus privilegios y puñales escondidos en la caída elegante de sus togas. Mi padre esperaba que películas de la Metro-Goldwyn-Mayer, como “Ben Hur” o “Quo Vadis”, me aportaran datos a mi formación católica. Sin embargo, yo estaba más fascinado por los referentes visuales del cinemascope y las carreras de cuadrigas, más realistas para mí que la propia historia del nazareno.
El Nuevo Testamento se enmarca en los tiempos del fracaso de la República y el nacimiento del Imperio. Una época de efervescencia de caudillos carismáticos que buscaban identificarse con César, rasero por el que hasta hoy medimos la grandeza histórica de los líderes que lograron unificar a sus pueblos. En las clásicas películas bíblicas, los romanos siempre han tenido mala prensa: se los presenta como hombres y mujeres crueles, entregados al placer y a los banquetes, incapaces de comprender el sacrificio y la solidaridad cristiana, así como sus sentimientos de culpa. El público pone atención a milagros y apoteosis, pero suele olvidar cuán ligados estamos a esa Roma habitada por personas humanas, tan parecidas a nosotros en sus pasiones y gulas, pero también en sus ideales: el sentido del deber, el amor a su familia y su recta moral republicana. Más allá de su legado histórico, Roma es una serie de gestos que hoy repetimos en nuestras conductas.
Permítaseme este fin de semana identificarme con esos romanos impíos que sirven de telón de fondo a las historias santas. Con aquellas personas cuyos dilemas son los nuestros, vividos todavía hoy por millones de personas cuando salimos de nuestras casas por la mañana para ir a trabajar o encerrándonos para conectarnos al teletrabajo. Podrán cambiar las políticas, las formas de relacionarnos, las estructuras sociales, pero la amistad, el amor, la traición, el deseo, el miedo, el odio y el resto de miserias humanas las reconocemos en cualquier época y cultura, sea la de Prometeo, atado a una roca tras robar el fuego, clamando por la injusticia de Zeus (Júpiter para los romanos), o la de nosotros, amarrados en una oficina silenciosa en una tarde fría, pensando cómo estiraremos el salario para enfrentar la subida del precio del pollo.