Distintas cintas métricas, por Gustavo Rodríguez
Distintas cintas métricas, por Gustavo Rodríguez
Gustavo Rodríguez

El Gran Teatro Nacional es una obra imponente que fue inaugurada durante el segundo gobierno de Alan García y hacia ella me dirijo en auto. Sé que el lugar estará repleto, así que he tomado mis precauciones: llego a su perímetro con veinte minutos de anticipación y empiezo a buscar sitio para estacionar. Mi exploración por el vecindario me aleja cada vez más de su manzana y, cuando ya me estoy insultando a mí mismo por no haber venido en taxi, encuentro por fin un espacio estrechísimo junto a un contenedor de basura.

Le unto vaselina al auto desde mi ventanilla y logro estacionar.

Sacar mi cuerpo del auto es una proeza.

Llegar a tiempo a pie hasta el teatro es otra.

Una vez que, sudoroso, encuentro mi asiento en la platea, veo que me ha tocado de vecino un amigo arquitecto. Luego de contarle mis peripecias para lograr estacionar, él me comenta:

–En mis proyectos me j*den para tener siempre estacionamientos subterráneos. En cambio, aquí...

Es verdad. Resulta extraño, por decir lo más indulgente, que un edificio tan moderno y grandilocuente que representa a las artes escénicas de todo un país no haya sido planificado con un sistema de estacionamientos en su interior.

Días después me entero por las redes sociales de que ha ocurrido un gran derrame de petróleo en Cuninico, Loreto, en el ducto operado por . Parece ser el tercero en la zona. Lamentablemente, hay indicios de que la empresa estatal contrató a menores de edad para que ayudaran a limpiar el desastre. Por fortuna, con el transcurrir de los días, el declara en reorganización al organismo responsable.

Las voces que se alzan suenan indignadas, y con obvia razón. Pero no son tan altisonantes como recuerdo aquellas que se enfurecieron cuando el ducto que transporta el gas de Camisea hasta la costa reportó filtraciones y derrames de mucha menor magnitud en su etapa de asentamiento.

Estos son solo dos ejemplos que muestran de qué manera los peruanos solemos llenar nuestras expectativas ante la gestión pública y la del sector privado.

Solemos pensar que el sector público es más burocrático y politizado y, por lo tanto, menos eficiente. Y con esa noción en la cabeza, esperamos lo peor de él y nuestras exigencias se tejen dentro de ese marco. Pero, en realidad, ¿no tendría que ser al revés?

¿No deberíamos ser incluso más exigentes con las instituciones públicas?

Cuando matriculé a mis hijas en un colegio privado, fui consciente de que estaba dejando tres lugares libres en las escuelas que pago con mis impuestos. Tres lugares que deberían ser bien gestionados porque tienen mi auspicio.

La noción de ser clientes y tener la facultad de optar por la competencia nos crea la ilusión de poder para reclamarle bien alto a la empresa privada. Quizá deberíamos fabricarnos una noción renovada cuando juzguemos la administración de nuestras entidades públicas: que somos clientes y también patrocinadores. Los “dueños” de la empresa que nos da el servicio.

Una razón doble para equiparar las varas de medición.