Dolor. Sentir que tu cuerpo se rebela contra ti mismo. Dolor. Esperar con tensión a que llegue la próxima punzada, el siguiente retortijón, la contracción que está agazapada esperando apoderarse de tu calma.
Dolor de muelas, dolor de cabeza, dolor de oídos. Ese dolor. Dolor en los huesos, en los músculos, en la espalda. No importa si la reacción de nuestro sistema nervioso se dispara como respuesta a un golpe o si de pronto nos invade de manera inexplicable. El dolor, cualquiera sea su origen, asusta, casi siempre paraliza, siempre nos invade, inevitablemente se apodera de nosotros.
El dolor, como señala la escritora Melanie Thernstrom, en su magistral ensayo “Las crónicas del dolor” (Anagrama, 2012), ha acompañado al hombre desde siempre. La historia ha dejado rastro de los esfuerzos hechos por los seres humanos en distintas culturas para aplacarlo. La evidencia, sin embargo, demuestra que esta ha sido una lucha desigual que la humanidad ha demorado muchísimo en ganar e incluso hoy la sigue perdiendo. No fue hasta 1846, que el doctor William T. G. Morton operó con éxito a un paciente de un tumor en la mandíbula sin que este sufriera dolor alguno. Usó éter, con el que se venía experimentando hacía décadas, y cambió la historia del mundo: les ofreció a los pacientes la posibilidad de que les amputaran miembros, les sacaran órganos mientras dormían, mientras no sentían.
Es inevitable preguntarse por qué algo que parecía tan simple, sobre lo que ya se venía experimentando, demoró tanto tiempo en descubrirse. El opio, la coca, la amapola y los golpes en la cabeza para privar al paciente eran métodos que los desesperados médicos tenían que usar para hacer su trabajo. Un trabajo que se consideraba sucio, pues estaba reservado a aquellos capaces de convertirse en verdugos de sus propios pacientes.
Una de las explicaciones a esta tardanza se encuentra en las creencias religiosas que dominaban Occidente en pleno siglo XIX. Para la concepción católica y cristiana, entre otras religiones, el dolor siempre fue considerado una manera de limpiar el alma. Se asumía que era una penitencia que Dios les imponía a los hombres y mujeres y que debía ser aceptada con humildad. Si el dolor de Cristo nos había redimido, nosotros los humildes mortales no teníamos derecho a suprimirlo. Muchos años después de descubiertos los anestésicos se les negaban a las mujeres en las salas de parto, porque habíamos sido expulsadas del paraíso con el mandato de parir nuestros hijos con dolor.
El mundo –según Thernstrom– lloró más, se quejó más, sufrió más, por una creencia que hoy le tiene que parecer absurda incluso al más creyente. Es imposible leer este magnífico y documentadísimo ensayo sin imaginar cuántas verdades irrefutables que hoy quieren imponernos desde el ámbito religioso, algún día, se considerarán absurdas. Cuánto tiempo tendrá que pasar para que la humanidad se dé cuenta, por ejemplo, de que no hay nada divino en obligar a una mujer a cargar con un embarazo producto de una violación. Cuándo seremos capaces de entender que el aborto luego de una violación ya no soluciona ningún problema, porque la agresión sexual nunca va a olvidarse, ni dejará de doler, pero, y sé que lo que diré es polémico y duro, a algunas mujeres les proveerá alivio. Como la anestesia. Esa anestesia a la que hoy todos tenemos derecho, pero cuyo uso alguna vez estuvo prohibido y fue considerado demoníaco.