Hace unos meses empecé a preocuparme por Maira.
Un día que la fui a visitar a casa de su madre la encontré tumbada en su cama, muy atenta a la pantalla de su celular. Conversamos algunas cosas, salimos un rato a comer y nos despedimos cuando ya anochecía.
Al día siguiente ocurrió prácticamente lo mismo: la encontré con la vista muy concentrada en la pantalla. No le dije nada. Pasamos una tarde bonita con sus hermanas.
La siguiente vez que la vi fue cuando vino a mi casa a dormir. En un momento en que pasé a su lado noté que seguía aferrada al dispositivo y no me pude contener.
–¿Por qué estás tan pegada a ese aparato?
Lo que me dijo no me lo esperaba.
–Estoy leyendo una novela.
Me asomé a la pantalla y era verdad. Todo ese tiempo había pensado que su pulgar se posaba sobre mensajes o juegos de video, cuando en realidad pasaba las páginas virtuales de una obra literaria.
Hace una semana recordé mi sorpresa con Maira, cuando se inició la Bienal Mario Vargas Llosa en Lima. En la primera mesa, el escritor y editor Sergio Vilela le mostró al auditorio los últimos avances en edición digital. A mí me pareció especialmente interesante –y perturbadora– ALICE, una aplicación que permite interactuar con la novela que se está leyendo al extremo de que uno puede recibir en su celular mensajes de los personajes. ¿Qué podría decirme Emma Bovary desde su encierro provinciano? Nada creíble, en verdad, porque sería imposible que una dama me escribiera a mi celular desde la mitad del siglo XIX. ¿Pero si se tratara de Lisbeth Salander? Sin embargo, fue la opción de que el lector tenga el poder de cambiar el curso de la narración lo que incomodó a los escritores presentes. Fernando Ampuero gesticulaba, con su estilo socarrón, que para él sería un pecado cambiarle algo a Balzac o a “La ciudad y los perros”. Y cuando alguien le comentó aquella posibilidad a Piedad Bonnett, la poeta y narradora colombiana hizo un mohín de disgusto. Piedad cree que en la creación literaria debe haber un poder hegemónico que garantice la calidad de la narración y que, desde esa perspectiva, la individualidad del escritor es fundamental.
Estoy de acuerdo con ambos.
Ninguna obra literaria que ya conozcamos puede prestarse a este juego. ¿Pero y si los escritores nacidos en la era digital empezaran a crear sus obras tomando en cuenta la interacción imperante en Internet? ¿Y si conceptuaran sus obras con ramales y finales alternativos para crearle al lector la ilusión de su participación?
Si ALICE lo propone en su promoción, es porque hay escritores que han aceptado trabajar así, aunque a los narradores de la era Underwood nos parezca un ultraje.
El mundo editorial vive momentos interesantes pero estresantes. Una nueva tecnología ha aterrizado para cambiar las costumbres de la gente y todavía es prematuro saber qué costumbres de lectura terminarán por asentarse en este siglo: es el vacío que afronta el trapecista al dejar un trapecio y coger otro. Quién sabe si la humanidad no se quedará con ambos, otorgándoles experiencias específicas. Quién sabe si mi Maira no dejará a veces su lectura electrónica para coger de vez en cuando un libro impreso, como quien se relame con un bombón artesanal luego de pasársela entre chocolates empaquetados en fábricas.
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