Justo cuando el lente mundial enfocaba al Perú, los dos lugares más visitados por el turismo internacional –Larcomar y Machu Picchu– han sido noticia por lamentables sucesos. Un incendio en dicho centro comercial –con pérdidas humanas irreparables– y un paro promovido por el frente de defensa local –finalmente levantado–, respectivamente, atisban las contradicciones de un país que –en la sede del foro de APEC, en San Borja– se alucina del “Primer Mundo”. Informalidad y conflictividad son dos problemas estructurales que sobrepasan la capacidad de un gobierno “destrabador”, que confía excesivamente en conducirnos a la OCDE con atajos estériles. Acompáñeme a ver esta triste historia.
Informalidad y conflictividad dan cuenta de un proceso truncado de modernización que concibió el desarrollo como mero crecimiento económico, sin convoyar instituciones funcionales para las mayorías. Nuestras élites actuales –fanáticos de esa doctrina– ensayan ahora una narrativa que responsabiliza del subdesarrollo a los trámites engorrosos y los bloqueos de carreteras. Según la fábula del “destrabador”, los “enemigos del desarrollo” son los evasores de impuestos y los “radicales antimineros”. Así surge la “destrabología” como el empeño voluntarista de tecnócratas proempresa y garantes de una “gobernabilidad-mano-dura”. Fíjese la fórmula de los primeros meses del gobierno del “destrabador-in-chief”: menos papeleo y endurecimiento de sanciones para “perros del hortelano” (sic). Pero lo que suena bien a oídos del ‘establishment’ no ataca las dificultades de fondo.
La informalidad y la conflictividad social han calado en la ética del peruano contemporáneo, atravesando sus diferencias de clase. Se asume al Estado como rival, motivo de indiferencia –en el mejor de los casos– o insubordinación activa. Para muchos es la causa de nuestras desgracias. (Nótese el silbido anti-Sunat en plena Cumbre Pyme APEC). La idea es sacarle la vuelta o reducirlo a una expresión insignificante, con tal de que no perturbe dizque al “albedrío” neoliberal. Así, las élites destrabadoras son capaces de celebrar, por ejemplo, que las autorizaciones de Defensa Civil tengan vigencia indefinida o que sea aceptable que el centro comercial más ‘cool’ del país sacrifique espacios de seguridad exigidos por ley con tal de incrementar los locales comerciales. Mientras tanto, nuestro restaurante más premiado –emblema del ‘boom’ gastronómico– persevera en una área sancionada por las autoridades edilicias, a punta de acciones de amparo. El catálogo de desobediencia ante el Estado moderno es interminable en el Perú. Max Weber sucumbiría ante el hashtag #MalditaSunat.
La dinámica conduce a desenlaces trágicos que se originan en esa suerte de patología antiestatal que burla la ley; desde Mesa Redonda hasta Utopía, Cantagallo o Larcomar. Como en el caso de conflictos sociales, deberíamos llevar la cuenta de las vidas perdidas a causa de la informalidad. Como ve, el fracaso del “destrabador” se anticipa, pues no se trata de “simplificar” alegremente o de endurecer las condenas, sino de repensar las normas que organizan nuestra convivencia colectiva. ¿Cuándo tendremos un estadista que inicie el “shock institucional” inevitable?