“¿Será posible disfrutar algún día de ese inolvidable instante de ballet que atestigüé sin que luego haya que darle muerte al dignísimo animal?”.
“¿Será posible disfrutar algún día de ese inolvidable instante de ballet que atestigüé sin que luego haya que darle muerte al dignísimo animal?”.
Gustavo Rodríguez

El del Perú acaba de en nuestro territorio. Al enterarme, colisionan en mi cabeza las emociones que sentí las dos veces que me invitaron a la Plaza de Acho: no hay primera sin segunda, dice el dicho popular, lo cual es otra forma de decir que volver fue una manera de confirmar lo que sentí la primera vez. Que la Feria de Octubre de Lima funge de ritual social para ciertos afortunados, ya se sabe y poco me importa: todos tenemos nuestras formas de relacionarnos y de creernos más importantes de lo que somos. Lo verdaderamente imperecedero para mí, en ambas tardes, ocurrió fuera de las tribunas, en aquel círculo de arena.

Fue para bien, y también para mal: sol y sombra que ahora expondré.

Dentro de lo luminoso cabe aquel instante en que el torero –me parece que fue El Juli– realizó un centelleante pase de baile con una descomunal bestia de 700 kilos: dos cuerpos, provenientes de distintos puntos del universo, que se dieron cita en ese preciso segundo para electrizar a este neófito con aquella sincronización de masas traducida en belleza. Pocas veces me he asomado en persona a estas breves ventanas: una fue con César Cueto ante unas tribunas que se vinieron abajo, otra con el ‘Pibe’ Valderrama y una clase maestra de geometría en movimiento, y otra fue en Beijing ante una pareja sincronizada en un ballet acrobático. Pero nadie murió aquellas veces, apuntarán algunos, acotación que antecede a la siniestra contraparte en Acho: la ejecución del toro. La estocada que, según los entendidos, debe introducirse junto a la paletilla derecha como un cuchillo caliente en mantequilla implica ver berrear luego a una bestia que se derrumba con tambaleante lentitud, los ojos apagándose, hasta que, luego de la insoportable visión de su agonía, un mozo de la cuadrilla le clava una puntilla en la nuca para que se desplome de una vez.

Hay varias razones para defender una manifestación cultural como el toreo y una es su popularidad. La Lima autorreferencial olvida, por ejemplo, que en muchos pueblos del Perú la tauromaquia va de la mano con la identidad. ¿Existiría Chota, como tal, si en su plaza de toros –la segunda más grande del país– no se permitiera torear? Imaginemos también que los taurófilos tienen razón: el toro de lidia es un atleta al que se mima y se prepara durante años para afrontar esos minutos de combate bajo el sol. Su muerte sería, pues, la forma más gloriosa de sellar toda una vida. Pero ¿no es esta una romantización de la muerte desde la óptica de un humano interesado?

Mejor dicho: ¿una creación humana como la cultura debe anteponerse a una creación extrahumana como la vida?

El mundo cambia ahora muy rápidamente y las tradiciones que se adapten serán las que sobrevivirán generaciones. ¿Será posible disfrutar algún día de ese inolvidable instante de ballet que atestigüé sin que luego haya que darle muerte al dignísimo animal?

Si estas líneas son leídas por algún purista del toreo, quizá le convenga recordar que, muchas veces, ceder algo implica no perderlo todo. Más aún en este siglo, en el que toda vida adquiere proporciones sagradas.

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