Así luce las calles de nuestra capital en medio de cuarentena. (Fotos: César Campos/GEC)
Así luce las calles de nuestra capital en medio de cuarentena. (Fotos: César Campos/GEC)
Patricia del Río

No encuentro romántico pasear por las . No hallo poesía en los pájaros recuperando su espacio en las playas. No experimento gozo en la pureza de un aire al que los infernales autos le dan un respiro.

El cielo luce distinto; los atardeceres, otros colores. Pero ese mundo más diáfano no ha sido producto del esfuerzo de los seres humanos por no destruirlo. No es el resultado de las quejas de Greta Thunberg, de las marchas proambiente. No, no redujo voluntariamente su emisión de gases de carbono y Estados Unidos no asumió compromisos relevantes para la protección del planeta. Tampoco han sido un éxito nuestros denodados esfuerzos por reciclar o reusar.

El planeta acaba de limpiar sus pulmones y puede darse el lujo de suspirar hondo, sin atorarse. Pero esa recuperación, que parece haberlo sacado de una sala de cuidados intensivos, se la debe a un virus mortal. A un virus que no mata animales, que no destruye océanos, que no arrasa con la vegetación, pero que paradójicamente asfixia a los seres humanos con la misma ferocidad con la que nuestra inmundicia y nuestros desechos acogotaban esta que nos alberga.

Cada año se conmemora el Día de la Sobrecapacidad de la Tierra. No tiene una fecha fija, en 1970 se celebró el 23 de diciembre y el año pasado el 29 de julio. ¿Cómo se determina el día de la celebración? Pues se calcula considerando en qué momento los hombres hemos consumido aquello que la naturaleza es capaz de ofrecernos para nuestra subsistencia de todo el año. En 1970, se nos agotaron las reservas una semana antes de tiempo; en el 2019, solo nos demoramos siete meses en devorar los recursos.

Hace tiempo que los científicos advierten que estamos viviendo mal. Que nuestro consumo insaciable y desmedido nos está aniquilando. Han señalado en todos los idiomas que el calentamiento global y nuestras prácticas depredadoras están activando virus y bacterias que no conocíamos. Hemos visto incendios enloquecidos, huracanes insólitos, huaicos, inundaciones, glaciares que se derriten, animales que agonizan entre nuestros desperdicios.

Ahora nos llegó el COVID-19, que no solo nos está matando con la furia de un ciclón, sino que además nos está mostrando en esas calles vacías, en esas playas llenas de aves, en esos canales cristalinos de Venecia, que este no es nuestro mundo. Que los seres humanos hemos abusado de los recursos que nos ofreció todo este tiempo, y que la naturaleza está activando sus propios mecanismos para deshacerse de nosotros. Para devolvernos el maltrato.

Hoy el silencio de la ciudad no es calmo. No es reconfortante. Es el extraño grito mudo de la muerte. Entendámoslo.

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