En un país normal, no habría otro tema principal en la agenda que los 36 días que llevan prófugos los sobrinos del presidente Pedro Castillo y su exsecretario Bruno Pacheco. La presión social sería tanta que semana a semana el ministro del Interior estaría obligado a rendir cuentas sobre los avances para dar con sus ubicaciones. No solo eso. También tendría que informar sobre el presupuesto que se ha designado, la cantidad de personal que tiene a cargo esta tarea, las coordinaciones que se han hecho con las policías de otros países, con Interpol y las alertas emitidas en los puestos fronterizos.
En un país normal, el presidente Castillo sería el primer interesado en que sus allegados se pongan a derecho. Su preocupación llegaría al punto que él mismo estaría colaborando con las investigaciones y no presentando recursos para entorpecerlas. Sería una manera de probar que la perorata que utilizó en campaña es cierta y que no llegó a la Presidencia de la República para que él y sus familiares echen mano del Estado. Es más, no hubiera esperado llegar hasta este punto. Habría hecho lo posible para esclarecer ante la opinión pública el origen de los US$20 mil hallados en el baño de Pacheco.
En un país normal, el presidente y el ministro estarían rindiendo cuentas. El Congreso estaría vigilando que estas se cumplan y no hundiéndose en su propio desprestigio y, de paso, minando la confianza de la ciudadanía. En un país normal, el líder del partido de gobierno estaría sumando para que se reduzcan los índices de desempleo, pobreza y criminalidad y no bregando para que se instale una ideología desfasada en el país. En un país normal, se sentiría una indignación generalizada en las calles.
Como es obvio, no tenemos nada de eso. Al contrario, cada semana aparece un escándalo de corrupción nuevo y en Palacio de Gobierno hay un mandatario que ofrece temas distractores como la convocatoria a una impopular asamblea constituyente y a un ministro del Interior efectuando una pantomima de que algo está haciendo contra la delincuencia, mientras en las calles siguen matando por un celular.
Tal vez lo más grave es que estamos normalizando esta coyuntura, como si lo mereciéramos, como si no nos quedara otra que aceptar que un presidente no responda, que un ministro no diga por qué no se puede capturar a dos jóvenes que hasta hace un año no tenían prontuario, que un Congreso haga lo que le dé la gana. Hoy una salida es que se vayan todos, pero si seguimos con este nivel de tolerancia, ¿después qué?