Enrique Planas

Era una de mis primeras comisiones periodísticas. Para visitarlo, tenía que volver al origen: para entrevistar a un traductor de poesía china, que había publicado en uno de sus primeros libros un panorama de la literatura china, debía visitarlo al colegio La Salle, donde vivía junto con los hermanos de su congregación. El mismo lugar en el que yo estudié toda mi primaria y secundaria. Su estudio quedaba en los altos del viejo pabellón, justo encima del salón donde cursé quinto de media. Desde su ventana, se apreciaba otro panorama: la torre de la iglesia lasallana apuntando contra el cielo gris de Breña, cuando aún el distrito mantenía su espíritu obrero, sin las altas torres multifamiliares que se reproducen hoy. Qué lejos y a la vez tan cerca parecía estar de los bosques silenciosos de Sichuan, del río Yangzi, de la montaña Zhongnan, del camino hacia Nanjing que inmortalizaron los poemas de Li Bai hace siglos.

Hace pocos días escribí, con tristeza, su necrológica., religioso peruano, uno de los más notables divulgadores de la cultura china en occidente, falleció el lunes 2 de enero a los 93 años. Cada vez que hojeo alguna de sus traducciones de poesía publicadas por la Universidad Católica, recuerdo esa antigua entrevista. Él ya era viejo, y yo un redactor junior, que lo escuchaba fascinado. A su imagen de religioso, el intelectual sumaba un sinnúmero de personalidades, reales o ficticias: de las primeras, sumemos la de traductor, estudioso literario, profesor universitario, actor de cine (de cierta fama en el país asiático, por cierto). De las segundas, me confiaba exagerado recuento: embajador estadounidense, jesuita italiano, misionero francés, entrenador de pilotos, médico, policía o turista de camisa floreada. Verlo como narcotraficante en una de sus fotografías, con el ceño adusto de todo jefe de cartel, resultaba increíble. Como si desafiara mi credulidad, tenía las fotografías de decenas de rodajes para probar cada aventura.

En las líneas apuradas por el cierre, no había lugar para la pregunta de fondo en la necrológica que redactaba: ¿Cuántas vidas pueden caber en tan solo una? Pienso en Dañino, y, más allá de sus roles, imagino el momento determinante en que un religioso de recibe una invitación del gobierno chino para aprender la lengua de sus admirados poetas de la dinastía Tang. A la edad que muchos ven consolidadas sus carreras, un hombre libre se anima a comenzar una nueva: no sabía entonces ni un ideograma chino y decidió aprender por lo menos uno cada día. A mediados de los años 90, sus libros ya lo presentaban como uno de los más importantes conocedores de la poesía y cultura tras la muralla.

Como actor, Dañino asumió cientos de rostros. Como hombre de fe, se convirtió en su reflejo, duplicó su vida para abrazar los cultos de occidente y oriente. Es verdad eso que dicen: la vida empieza a los 50. Si se vive como él, claro.


Enrique Planas es periodista y escritor