Sábado por la tarde, de paseo familiar por el Centro Histórico. Hay bailes con distanciamiento social en el Barrio Chino para recibir el Año del Tigre, los novios posan con sus tapabocas rodeados de su familia en el atrio de la Catedral tras celebrar la boda, pequeños negocios que hace poco recordaba abiertos ya no están allí. Es la pandemia que se expresa también cuando ingresamos al Museo de sitio Bodega y Quadra, sobre el jirón Áncash: la mediadora mantiene al grupo separado, atenta al protocolo. La casona sorprende por su restauración, pero aun más por el asentamiento de la Lima del siglo XVI que nos devolvieron los arqueólogos.
Los artefactos que se exponen en el segundo piso conmueven a cualquiera que descienda a los detalles. Son objetos recuperados del detritus inca, virreinal y republicano, enterrados en el patio: botellas, peines, cepillos de dientes descubiertos durante la excavación. Y platos, muchos. De cerámica vidriada colonial, chinos traídos desde Filipinas o de refinados talleres británicos que mi hija compara con el estropicio que Alicia dejó tras la ceremonia del té en la historia de Carroll. Siglos de platos rotos, teteras y tazas caídas al suelo, bellos fragmentos de arcilla cocida que hoy luce recompuesta, luciendo como en su mejor época gracias a expertas restauradoras. Puedo ver sus fotos en las últimas vitrinas: mujeres que unen los pequeños fragmentos hasta formar un cuerpo mayor. Observo con mi hija el plato reconstruido y algo nos conmueve a los dos, como si se hubiera convertido en otra cosa.
Hay una técnica japonesa de la que hoy se habla mucho: el kintsugi, que, desde antiguo, recupera la cerámica rota aplicando laca dorada en las grietas, exaltando con ello las fracturas. Por supuesto, aquí no hay fracturas curadas con polvo de oro: la técnica reconstructiva en una restauración debe evitar añadir información extra al objeto, resultando lo más neutra posible para no alterar su sentido histórico. Y, sin embargo, simbólicamente, esa reconstrucción multiplica igualmente el sentido: viendo un plato, cómo no pensar en nuestra historia fracturada. Ese plato ha mantenido su forma, pero su función es ahora la de un artefacto ritual.
¿Quién paga los platos rotos?, solían decir nuestros padres hace décadas, frente a la gravedad de los desastres políticos. Eran tiempos en que la porcelana pasaba de madres a hijas, siendo un motivo de orgullo familiar, tan lejana a la vajilla de usar y botar que hoy se apila en los supermercados. En nuestros tiempos fracturados, quién no sueña con manos sabias que reúnan las partes de un todo quebrado para devolverle su cohesión. Antes, cuando la porcelana se rompía, había que repararla. ¿Pero dónde se ofrece hoy ese tratamiento?
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