Hace veinte años, cuando mi hija mayor era un pedacito que gateaba, se me ocurrió tomarme una foto con ella en cada cumpleaños suyo y siempre en el mismo lugar de la casa. Cuando nacieron sus dos hermanas, fui asaltado por esa búsqueda de equidad que los padres rara vez conseguimos y las sesiones anuales se elevaron a tres. Al inicio las niñitas no estaban especialmente entusiasmadas con la idea. Podían no estar de humor o no comprender mi capricho adicional de que usáramos los mismos tonos de ropa, pero entre mis ruegos y los de su madre –es de justicia destacar su apoyo– llegamos a acumular el registro cada año. Contra todo pronóstico, la pubertad las hizo más colaboradoras. Tal vez ya entendían que ese ritual era importante para nuestra identidad familiar o quizá, simplemente, se divertían al ver nuestros cambios físicos cuando ordenábamos las fotos sobre la mesa.
Cierta vez se me ocurrió juntar esas imágenes en un video con una canción de fondo: el efecto fue encantador y perturbador a la vez. Si a uno le avisaran que una estrella fugaz va a cruzar el cielo, nuestros ojos se quedarían atentos, ansiosos de no perderse el espectáculo. Con nuestros hijos ocurre todo lo contrario: el fenómeno es tan lento que, por lo mismo, nos pasa desapercibido. Para mí, el video fue un milagro que, al menos, hizo posible revivir la cáscara del espectáculo. Cierto orgullo paterno –seguramente mezclado con ansias de gratificación– me hizo colgarlo en YouTube cuando la costumbre alcanzó los veinte años. Para mi sorpresa, nuestro ejercicio familiar se tornó viral y hasta tuvo rebotes periodísticos. Pero la vanidad tiene un precio: quien expone al mundo lo que ocurre entre sus paredes debe tener claro que bajo el cielo no todo es bondad. Junto a los cientos de comentarios conmovedores y reflexivos que agradecí en silencio también llegaron unos siniestros, aquellos que compendiaban la transformación de mis hijas con frases en que la más amable fue “mientras más crecen menos ropa tienen” y donde las peores se asemejaban al título de este artículo.
Criar es un proceso complejo y lleno de dudas, pero con mis hijas al menos tuve una certeza: que no hay mejor legado que un ser humano autónomo. Por ello, me guardé de ser confrontacional con sus elecciones y la vestimenta no fue la excepción. Ningún hombre, empezando por su padre, debía dictarles cómo les convenía mostrarse al mundo. Y cuando alguien me sugirió que lo mejor era no provocar a los hombres en la calle, mi respuesta fue que si una persona caminara con un polo que dice PÉGAME, solo un idiota digno de hospital psiquiátrico le haría caso a dicho mensaje y que quien usa tal excusa es solo un eslabón en la larga cadena que busca someter a las mujeres a la voluntad masculina. Es la tradición del “tú eres mía” que encontró su cauce temprano en milenarias religiones y que hoy se repite renovada en esos comentarios de YouTube o en el político que busca impedir que una chiquilla decida sobre su cuerpo si un violador la embaraza. A ustedes, cabrones misóginos, les digo: En toda época encontraron siempre una excusa, pero cada vez encontrarán más pelea.