(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Patricia del Río

Le propongo un ejercicio. Mire su reloj, haga una pausa y retome la lectura de esta columna en un minuto. ¿Listo? ¿Terminó? Para usted la vida sigue igual, el café que tiene al lado no se ha enfriado, el clima no debe haber cambiado. Sin embargo, en esos mismos 60 segundos, 4 millones 333 mil personas empezaron a ver un video en You Tube, se enviaron 473 mil tuits, se compartieron 49 mil imágenes en Instagram y se realizaron 3 millones 870 mil búsquedas en Google. En un año, la sociedad es capaz de generar y almacenar más datos de los que se han guardado a lo largo de toda la historia.

Solemos hablar, con preocupación, de los mecanismos de la posverdad, de la capacidad que ofrece la tecnología de difundir información falsa, de crear relatos inexistentes, de moldear la realidad al gusto de quien la difunde. Pero tal vez no estamos reflexionando, con el mismo entusiasmo, sobre la capacidad que hoy tenemos de seguir el rastro de la verdad. Nos estamos olvidando de que nuestro paso por el mundo queda marcado a cada instante, y aunque no tengamos redes sociales, aunque no usemos celular, aunque no participemos del universo digital, cada compra que hacemos, cada vez que aparecemos en el ‘selfie’ de alguien más, cada formulario online que llenamos para trámites obligatorios, cada transacción bancaria que realizamos deja un hilo que se puede seguir, que se puede jalar, que con paciencia puede destejer la madeja de una gran mentira.

En estas circunstancias vale preguntarse: ¿Y ahora cómo se escribe la historia? ¿Cómo va a separarse lo trascendente de tanta información menuda? ¿Quién o qué va a ser citado en el futuro como referente? ¿Quién será el encargado de sostener héroes o desenmascarar villanos? Difícil respuesta, pero como comentaba recientemente el analista Juan de la Puente, la historia no la escriben los que quieren ser protagonistas de la misma, ni sus correligionarios. La historia hoy es menos manipulable, los héroes pueden durar un día y en instantes se puede desmitificar a un personaje que había inventado una narrativa para alimentar su propio ego. La Historia, así con mayúscula, no se escapa al control de datos. Y lo que parecía una gran gesta puede terminar develándose como una triste escaramuza.

Alan García murió de manera trágica. Se quitó la vida alegando que era víctima de una persecución injusta. Dejó escrito que era su último acto de dignidad. Esa es la versión que sus familiares y el partido aprista, con razón, van a querer sostener y preservar. Esa es la historia que cualquier hijo quisiera abrazar para entender la muerte tan violenta de su padre. Pero la fiscalía parece haber encontrado el hilo que permite ir desenredando otra madeja. Una más triste, más previsible, más jodidamente dura de aceptar para los suyos. Pero una que el país merece saber y que no puede cambiarse ni acomodarse a punto de mítines, amenazas y gritos. García ya no está y su muerte es y siempre será un recuerdo trágico. Pero la historia se escribe con hechos y hasta donde sabemos, las pruebas que está ofreciendo Jorge Barata no están absolviendo al ex presidente que decidió no quedarse a enfrentarlas.