Un año antes de la caída del Muro de Berlín tuve la oportunidad de conocer las “dos Alemanias”: la Occidental y la Oriental. Para una extranjera, la experiencia era como ver una película a colores y una sombría en blanco y negro.
En Berlín Occidental bullía la vida y los jóvenes punk aparecían en el transporte público con sus pelos de colores, púas y cueros. Los museos, conciertos y jardines se encontraban llenos de gente que vivía una vida intensa tanto en lo social como en lo cultural. El Muro de Berlín, tapizado de graffiti, agregaba color y cierta actitud desafiante, irónica o simplemente artística. Sin embargo –como me contó un amigo de esta ciudad–, la vida cotidiana de los berlineses había conseguido borrar del imaginario social su existencia. La gente –sobre todo los jóvenes– finalmente vivía como si el muro no existiera. Recuerdo con cierta nostalgia que me regaló un libro que irónicamente se llamaba “El saltador del Muro”.
Pero Berlín Oriental daba miedo. Cruzar la frontera se asemejaba a participar en una película de espías y peligro. Una sociedad aparentemente marcial, de escasez, triste y donde los jóvenes soñaban con más libertad y capacidad de consumo. Eso sentía como visitante. No puedo olvidar una deferencia del otrora gobierno de la DDR (Alemania Oriental), que en la Puerta de Brandeburgo, me regaló toda una suerte de “recuerdos” como medallas, insignias y material de corte militar que, a modo de baratijas, inocentemente, dejé en el hotel y que hoy tal vez tuvieran valor histórico.
El dolor de familias divididas, la escasez, la contaminación ambiental, el control de la información, la prostitución y el mercado negro terminaron un 9 de noviembre de hace 25 años.
Sin embargo, otro suceso, que no viví directamente, pero que me une étnicamente, y que también sucedió un 9 de noviembre, fue la llamada “Noche de los cristales rotos”. En 1938, se generó un ‘pogromo’ (palabra de origen ruso que significa ataques o disturbios violentos) en que las turbas alemanas manejadas por Hitler y Goebbels destruyeron los escaparates de las tiendas, casas, escuelas, sinagogas, cementerios y hospitales de la población judía. De allí el apelativo de “cristales rotos”. Desde entonces comenzaron acciones sistemáticas para perpetuar un genocidio quitándoles la ciudadanía a los judíos, quienes curiosamente se sentían más alemanes antes que judíos.
No quiero minimizar la alegría de la unificación alemana, que, con sus problemas y oportunidades, es hoy una nación que lidera económicamente la Unión Europea. No obstante, en las fechas señaladas se empleó la fuerza de un mismo pueblo. En una hace 25 años –de manera espontánea– para derribar con palos, combas o sus propias manos un muro que dividía el mundo comunista del capitalista y que representaba una división dolorosa y vergonzosa para el mundo y los habitantes alemanes. En la otra, hace 76 años, una fuerza dirigida malévolamente usó al pueblo alemán para destruir a un grupo étnico que se usó como chivo expiatorio de los males económicos que sufría Alemania en esos años.
Celebro la reunificación alemana y el uso de la fuerza para el bien, pero a la vez me entristezco porque los hombres y mujeres también somos capaces de atrocidades inimaginables.