A raíz del holgado (más del 85% de los votos) y previsible triunfo del presidente salvadoreño Nayib Bukele, reelecto en su país el último fin de semana, era esperable el apocalipsis que algunos vaticinan por los riesgos que un modelo autoritario y concentrador del poder supone. Claro que esos riesgos existen. Forman parte de la historia.
Pero, más que ello, pareciera que lo realmente aterrador es la multiplicación de los imitadores de Bukele por toda la región; especialmente en países que afrontan problemas similares, aunque condiciones y circunstancias diferentes.
En el Perú, por ejemplo, la apuesta por la aparición de los clones de Bukele (de derecha o de izquierda) se está incorporando en la baraja de opciones. Y, si me apuran, podría adelantar que la competencia presidencial del 2026 tranquilamente podría ser entre ‘outsiders’ (sobre todo en la primera vuelta), en el entendido de que las opciones “prosistema” no tendrían el mismo arrastre al ser escasamente disruptivas.
Siendo este el panorama, en realidad nos hemos detenido a mirar el árbol (el caso Bukele) y no el bosque. Este último muestra que en países donde las instituciones han sido o vienen siendo arrasadas por su precarización o destrucción, y/o donde los sistemas de representación política ya no cumplen su rol básico de intermediación, y/o donde el Estado es o viene siendo cooptado por economías ilegales, la valoración de la democracia como sistema de convivencia está colapsando o ya colapsó.
Es verdad que no estamos solo ante un fenómeno exclusivamente latinoamericano. Las disfuncionalidades del modelo democrático occidental se vienen expresando, con mucha intensidad, en varios países de Europa y ni qué decir en Estados Unidos.
Por lo tanto, la aproximación correcta a lo que se viene (una gran nebulosa, en realidad, por lo incierto) podría ser preguntarnos si es posible aún rescatar el sistema al que nos hemos adherido por principios y valores, si el mismo ha de migrar hacia un nuevo paradigma de “lo democrático”, o si (el peor de los escenarios) deberíamos prepararnos para algo diferente e intentar rescatar vestigios de lo vivido.
Volviendo al Perú, solo habría que decir que la velocidad o intensidad de esa transmutación recae principalmente en nosotros, los que, con nuestro voto, acciones u omisiones, hemos permitido que las cosas lleguen a este nivel, y a una clase política que, a sabiendas de los riesgos, también por sus actos u omisiones, está a punto de legarnos una democracia vacía.