–¡Mata a su gallina! ¡Mátala, mátala! –gritaban los niños.
Mientras el auto nos llevaba a Moyobamba, Erika Stockholm me contaba, perpleja, que no esperaba aquella euforia violenta en los pequeños de la platea. El griterío ocurrió en una función de “María Julia y el árbol gallinero”, relato infantil escrito por Erika adaptado para las tablas. En la obra, María Julia es una niña que tiene una gallina que sueña con tener pollitos. Cuando se estaba buscando a la actriz para que hiciera el papel de la gallina, la directora le propuso el rol a Erika, y fue así como ella aceptó volver a actuar.
–En una parte –me contaba ella– se le pide al público que dé ideas para escarmentar a María Julia de una travesura que hizo... ¡y los niños pidieron mi cabeza!
Imaginarme a Erika en el trance de gallina que pide ser sacrificada por los asistentes me recordó a las películas de Semana Santa en que el público pide la cabeza del Cordero. Aunque a favor de los niños deba decir que en su pedido parece existir cierta sabiduría inconsciente.
Mucho se discute entre padres sobre la pertinencia de exponer a los hijos a ficciones que contienen violencia. Cuando ya no era tan niño, se discutía sobre los golpes de “El Chavo del Ocho”. En estos tiempos, mi novia se enfrenta a un dilema cuando su hijo de nueve años le pide videojuegos como Grand Theft Auto, en que quien juega ocupa el rol de un antisocial urbano que tiene ante sí la posibilidad de hacer una carrera delictiva hasta ser un pez gordo. Hace un tiempo escribí para este medio un artículo en el que exponía la teoría de Bruno Bettelheim sobre los cuentos de hadas y la maduración infantil. Según él, los cuentos clásicos aportan a los niños poderosos mensajes a nivel consciente e inconsciente y cumplen, además de entretener, con la función de ayudarles a procesar los monstruos instintivos con que nacemos todos. Es normal que un niño desee eliminar al hermanito recién llegado, y también es natural que se sienta terriblemente culpable por desearle la muerte. Son estas historias crueles las que lo ayudan a exteriorizar esos miedos e instintos y, también, a que en ese proceso sepa distinguir lo que es lícito de lo execrable en su relación con los demás. Hoy ha llegado a mis ojos un aporte de León Trahtemberg, quien ha compartido una investigación de Jamie Ostrov y Douglas Gentile en que se concluye que los programas considerados como “educativos” generarían más agresión en los niños en el entorno del aula que aquellos programas que solemos calificar como violentos o sin moraleja oficial. Una de las razones planteadas es que en su metodología los libretos “educativos” le dan mucha exposición al conflicto y que la resolución del mismo se da recién al final, pero para entonces los niños ya han registrado las conductas agresivas a lo largo del programa y no conectan las consecuencias.
Los debates pueden ir y venir, pero cada vez me convenzo más de que la ficción es un medio maravilloso para que, salvo psicopatías, niños y grandes procesemos nuestras zonas oscuras en un terreno claramente delimitado. Esos niños que querían ver muerta a la gallina en la ficción hicieron uso de ese derecho y, creo yo, salieron del teatro más lejos de los cuchillos que pueblan el mundo real.
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