Enrique Planas

Cumplida ya la cincuentena, sumando fracasos en lides tecnológicas y otros tantos en proyectos literarios, pensé encontrarme listo para mi siguiente proyecto: un libro sobre . En los últimos meses, he ido reclutando algunos que atesoro en el cajón del escritorio, entre borradores y cartas, soñando apacibles, ajenos a su olvido. Otros se lucen en el librero: la vieja máquina de escribir, el mapamundi magullado. Son objetos de efímero apogeo que cayeron bajo la guadaña del progreso.

No se trata de apilar planchas de carbón ni lámparas de aceite. Se trata de objetos que formaron parte de mi vida y a los que me niego a atribuirles fecha de caducidad. Hablamos del reloj despertador, del fax, de la cámara de fotos con rollo o el mapa de papel plegable. De las Páginas Amarillas y las tarjetas perforadas, las enciclopedias en tomos y los tarjeteros en las bibliotecas. El retroproyector, la calculadora y el caset, sea de audio o de video. Busco en ellos un símil con mi ánimo generacional, encontrar desde la alegoría y el recuerdo una fuerza poética. Si es cierto lo que escribía McLuhan de que los medios son las extensiones del hombre, todas estas viejas herramientas resultan prótesis de miembros amputados cuyo hormigueo aún podemos sentir.

Estaba distraído en este trabajo cuando llegó a mis manos “¿Hola? Réquiem por un teléfono”, libro del argentino Martín Kohan que le permite dar cuenta del mundo que termina tan solo acosando al teléfono de línea y sus derivados: la cabina pública, el inalámbrico, la contestadora o las películas en cuya trama la espera por una llamada resulta clave. No pude evitar confiarle mi frustración cuando lo entrevisté en su visita a la feria del libro: su texto había supuesto un golpe mortal a la pretendida originalidad de mi proyecto. Sin embargo, como quien encontraba un alma afín, el escritor me animó a continuar: “Cada generación, en algún momento, tiene que despedirse de las herramientas que incorporó a sus vidas. En nuestro caso, estas transformaciones alcanzan niveles de vértigo y debemos dar cuenta de ello”, me dijo con solemnidad porteña.

Ya sentía recobradas las fuerzas cuando una mañana aburrida alcancé a ver en la tele, meses después de su estreno, “Top Gun: Maverick”. Su guion, más allá de parecer escrito por una inteligencia artificial, me resultó una epifanía: todo cincuentón necesita una aventura que lo haga sentir menos obsoleto. Y allí va Tom Cruise, remontando el cielo en un anticuado bombardero F-16, intentando convencerte de que la experiencia es nuestra ventaja en un mundo de jóvenes ambiciosos y tecnología cada vez más críptica. Basta apagar la pantalla plana para tenerlo claro: mi proyecto no era más que el subproducto de nuestro espíritu de época. Somos nosotros, y no los objetos, los que estamos de salida.


*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.





Enrique Planas es Redactor de Luces y TV+

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