Imagínese que un candidato presidencial le invita un par de cervezas y luego de intercambiar opiniones le pide que vote por él. A usted no le cae mal, pero quizás no lo apoye en las urnas. Total, el voto es secreto y nadie puede obligarlo a someterse, menos por dos chelas. De hecho, le puede invitar unos tragos más o regalarle una bolsa de víveres; usted puede seguir ejerciendo libremente su voto. En cada nueva campaña usted se beneficia del proselitismo de ‘outsiders wannabe’ y postulantes a otorongos. Pero usted no vende su voto, menos su conciencia.
El clientelismo, nos guste o no, es una institución. ¿Puede eliminarse con una ley? Recientes modificaciones legales sancionan la entrega de dinero o bienes con fines proselitistas, con la consecuente exclusión del político regalón. La interpretación de esta norma conllevó a la salida de César Acuña pero no a la de Keiko Fujimori. Además del amplio margen de discrecionalidad tácito en esta reglamentación, es necesario llamar la atención sobre la ilusión de desterrar el clientelismo y otros males a punta de leyes. Tal lógica quimérica –vendida como ‘best practice’ por los “expertos”– ha llevado a nuestra legislación a los más altos niveles de mediocridad. ¿Se puede luchar contra el avasallamiento de los poderes ilegales en política mediante la “ventanilla única”? ¿Tendremos mejores congresistas si volvemos a la bicameralidad? ¿Nuestros “partidos” serán más fuertes si elevamos la “valla”?
La ignorancia es atrevida y entre los “reformólogos” abunda. El efecto acumulado de tanta leguleyada y el exacerbado reformismo han socavado nuestro propio régimen. El rescate de la democracia del fujimontesinismo supuso una oportunidad para construir un sistema político blindado contra el autoritarismo, la corrupción y la arbitrariedad. Pero en quince años de incuestionadas elecciones, crecimiento económico y arribismo OCDE, no hemos organizado un sistema electoral decente. Las elecciones son el órgano reproductor de la democracia y hoy lo tenemos al borde de un paro generalizado.
Si la columna vertebral (Ley de Partidos Políticos) estuviera en buenas condiciones, sería invulnerable a los agregados reformistas y contrarreformistas. Pero desde la “transición” solo hemos acumulado “innovaciones” fallidas: facilidades para la creación de movimientos regionales, revocatoria, norma contra la “compra de votos” y un largo etcétera. No son “estallidos” recientes sino deficiencias estructurales.
Ahora que el fujimorismo amaga como gobierno y mayoría congresal, tiene la iniciativa para plantear los términos de la reforma política. Empero es paradójico que devolvamos dicha iniciativa a quienes hace tres lustros destruyeron nuestra institucionalidad. Del “renovado” fujimorismo, más me preocupa su inopia en la materia que su “legado autoritario”. Quienes hoy protestan contra esto último, obvian que en plena “primavera democrática” hemos arruinado nuestro sistema electoral, su legitimidad y la democracia. Somos unos “demócratas falaces” que gritamos “fraude” o solicitamos “anulación” de elecciones priorizando el interés propio por sobre el público. La perpetuación del reformismo “parchado” agudizará la crisis. Un par más de “reformas” mediocres –como las que hemos tenido desde el 2001– y nos vamos al abismo.