No me lapiden; lean primero, por favor. Tiene razón Hugo Neira cuando dice en “Perú 21”: “Los peruanos nos detestamos profundamente”. Fíjense en la aprobación presidencial camino a un dígito, en el cargamontón a Luis Castañeda en venganza por el cargamontón a Susana Villarán, en el genérico desprecio a los congresistas, las broncas eternas entre antiapristas, antifujimoristas y antipolíticos de toda laya. Y no olviden la encarnizada judicialización de los casos de Nadine Heredia, Alan García o Alejandro Toledo; que poco tienen que ver con la lucha contra la corrupción y mucho con el afán de aniquilarlos porque no nos simpatizan.
Hugo va más lejos y sugiere un pacto político para que el presidente se retire con la promesa de que no será perseguido en el próximo mandato. ¿Ello colisiona con el principio de no impunidad? No, si lo vemos así: que los partidos acuerden que el Congreso no formará más comisiones investigadoras, que los procuradores no serán usados para hostigar a la oposición, que la oposición no movilizará a sus operadores en el Ministerio Público y el Poder Judicial.
Que, simplemente, la justicia haga lo que tenga que hacer, sin ese motor político que empuja a perseguir liderazgos. Que se concentre en procesar a narcos y mafiosos, mientras los políticos construyen partidos y propuestas. Por supuesto, esta sería la otra parte del pacto: conseguir los votos para desarrollar una reforma electoral que se eche abajo el voto preferencial y que apruebe el financiamiento a los partidos con mecanismos de control, además de compromisos para el armado de las listas y los gastos de campaña. Estoy seguro de que una reforma de esa magnitud contribuiría a la limpieza de los partidos mucho más que lo investigado por la megacomisión de Sergio Tejada y la comisión de Martín Belaunde Lossio que preside Marisol Pérez Tello, dos bienintencionados congresistas que canalizarían mejor su energía en una purga de la política por la política misma.
En un pacto político, el indulto a Alberto Fujimori estaría sobre la mesa o bajo ella, pero estaría de todos modos. Es cierto que, como una tardía reacción de supervivencia (y, de paso, con el supuesto de que su padre sería un estorbo en la campaña de Keiko), Palacio puede barajar la posibilidad de liberar al ex presidente favorito de un 30% del electorado. Cateriano podría ser un férreo opositor a esta medida, pero nadie asegura que el gobierno se despida con el mismo gabinete.
Nadine Heredia no es una santa de mi devoción. Es una decepción del humalismo que quise ver como una fuerza conciliadora. Ha revelado una tendencia hacia el autoritarismo –¡venias!– que si a su esposo le viene por formación castrense, a ella le ha de salir del alma. Para colmo, mal asesorada, entendió que su rol de representación sin ‘accountability’ legitimaba ciertos gestos y compras que sacan roncha al electorado antipolítico.
El depósito en la cuenta de la amiga Rocío Calderón en el 2005 y los gastos con su tarjeta a partir del 2011 son un resumen de nuestra política endeble: partidos sin financiamiento que recurren a dinero escamoteado desde el extranjero, caudillismos sin mecanismos de control interno para discernir cuánto va a la caja partidaria y cuánto a la manutención familiar, fiscalías que muestran diligencia digna de mejor causa bajo la sospecha de que todo gasto de un político está llevado por el mal. Si algunos piensan que la cosa está para una vacancia, yo quiero pensar, más bien, que la cosa está como para un pacto entre nuestros políticos. Que acuerden no perseguirse entre ellos, para poder limpiarse motu proprio, sin procesos judiciales destructivos.