Hay problemas reales y a los peruanos no tienen que contárnoslos. Un día cae un huaico, a la mañana siguiente acribillan a un señor mientras come pollo, a las pocas horas le cae una granada a un narco mientras un congresista se va de viaje con nuestra plata. Así vivimos. Y estamos tan acostumbrados a movernos en el caos permanente, que somos incapaces de reaccionar ante esas pequeñas cosas, insignificantes, que toleramos día a día y que nos hacen la existencia más pesada.
Por ejemplo, alguien nos puede explicar ¿por qué las luces de todos los serenazgos están diseñadas para que nos dé un ataque de epilepsia, o en qué estado de guerra se supone que vivimos para que los ministros sigan atravesando la ciudad con séquito de policías y circulinas? ¿Hasta cuándo vamos a permitir que circulen taxis Tico, que son una tumba con ruedas, y por qué existen cláxones que suenan como sirenas de bomberos? ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que los que no les den paso a las ambulancias se vayan a la cárcel como por un tubo?
Nos quejamos del calentamiento global y salimos de los supermercados repletos de bolsas de plástico que hasta no hace muchos años las vendían (por eso la gente llevaba sus canastas). Estamos aterrados con la contaminación e insistimos en tomar gaseosa con cañita, en lugar de hacerlo de pico. (Solo en el 2010 una ONG ambientalista recopiló medio millón de sorbetes que no se degradan en diversas playas). Nos encanta defender el libre mercado y aceptamos que nos obliguen a comprar en los cines la cancha más cara del planeta (no se puede llevar otra). Parecen idioteces, pero ¿desde cuándo comprar en un supermercado o comer en un restaurante es una experiencia que se tiene que hacer con música enloquecida a todo volumen? ¿Por qué hay determinados pagos que SOLO se pueden hacer en el Banco de la Nación cuando el sistema bancario está interconectado? ¿Por qué nos cobran por sacar nuestro dinero en cajeros de provincias o por renovar una tarjeta de crédito? ¿Cuál es el sentido de que en el aeropuerto te pidan hasta tres o cuatro veces tu DNI o pasaporte en un trayecto en el que solo circulan pasajeros?
Sí, ya sé, son nimiedades, ¿pero no sería la vida más fácil si las urbanizaciones no se cerraran con tranqueras y rejas, si no prohibieran la entrada de los perros a los parques, si los dueños de los canes llevaran su bolsa para recoger la caca y si los animalitos del serenazgo no estuvieran amordazados con un horrendo bozal? ¿No sería más feliz el mundo si el césped siempre se pudiera pisar, si cuadrarse en el sitio de discapacitados ameritara un ‘bullying’ público y una multa automática, si los niños no trajeran interminables tareas a casa, o si las empresas no nos llamaran por teléfono para ofrecernos cosas que no queremos?
Sí, les aseguro que la vida sería más agradable si la ropa no viniera con unas interminables etiquetas que pican, si la corbata estuviera prohibida en verano, o si el saludo y la sonrisa fueran requisitos indispensables para acceder a un cargo público.
Pero no pues. Parece que estamos condenados a vivir atrapados entre estos estúpidos e insignificantes detalles que nadie quiere cambiar, pero que nos hacen a todos, todos los días, la vida un poco más horrenda.