Hasta no ver a su alcalde, Aldo Álvarez Ocaña, arrodillado en una actitud suplicante ante el presidente Vizcarra, rogándole por obras para su pueblo, no tenía idea de que Canchaque es un distrito hermoso de la provincia de Huancabamba, en Piura. Que es considerado un destino turístico por la belleza de su entorno y la amabilidad de su gente. No sabía que habían sido golpeados fuertemente por El Niño costero. Tampoco recordaba que en febrero se reunieron más de 1.500 ronderos en esta localidad para exigir que se aceleraran las obras de la reconstrucción, porque hasta hoy solo se ha gastado el 14% del presupuesto asignado para ello. De todo eso me enteré en el momento en el que ese hombre colocó sus rodillas sobre el suelo, pidió ayuda y el presidente, que estaba de visita para inaugurar una posta de salud, se lo quedó mirando desconcertado sin saber qué hacer.
Algunos quisieron ver en la pose una muestra de servilismo. Otros hablaron de falta de vergüenza. No faltó quien lo culpara de figuretti.
Pero no. Lo que había en ese ruego eran siglos de olvido e indiferencia. Lo que cargaban esas rodillas era el peso de un Estado que no funciona, de una burocracia que todo lo hace lento hasta la exasperación. Había una falta de conciencia de que el presidente es una autoridad elegida por voto popular cuya legitimidad no es mayor a la de un alcalde. Pero, sobre todo, había un acto de rendición: cuando los ministerios ya no te reciben, cuando las obras se quedan a mitad de camino, cuando los presupuestos no se ejecutan, cuando todos se tiran la pelota y nadie asume su responsabilidad, parece que no queda más que el ruego, que hincarse ante la gran autoridad convirtiendo en ese mismo momento, en ese mismo acto, los derechos en favores, los reclamos en súplicas, las necesidades en indignidades.
Cuando Aldo Álvarez se arrodilló, no reclamó lujos, no exigió tratos especiales ni extravagancias; desde abajo, con el rostro a la altura de las rodillas del presidente, suplicó por tener acceso al agua, por tener canales y colegios. Exigía para los suyos condiciones de vida digna. Y el presidente no atinó a levantarlo, no se le ocurrió alzarlo del suelo y pedirle disculpas por tantos años de olvido. No fue capaz de responder ante un acto que decía más de la gestión de su gobierno que cualquier denuncia de un excongresista destemplado.
¿Hasta cuándo los peruanos tendrán que mendigar derechos? ¿Hasta cuándo tendrán que llamar a la radio para suplicar que los ayudemos por una cama en el hospital, una incubadora para su niño prematuro, una orden de captura para el violador de su hija? ¿Hasta cuándo seguirán besándoles las manos a presidentes y ministros que cuando inauguran obras, abren carreteras y construyen colegios no están haciendo nada más que su trabajo?
En el Perú estamos tranquilos, analizan algunos desde la comodidad de su escritorio. Acá no vamos a pasar por lo de Chile gracias a la informalidad, señalan otros. Y todos parecemos ignorar que la resignación, la súplica y el ruego son la cara desesperada de una moneda que oculta la ira, el hartazgo, la postergación. Y que a veces solo falta un evento pequeño, invisible, impredecible, para que la cara se cambie por sello, las rodillas hincadas por puños en alto, la voz de ruego por grito de protesta.