La universidad peruana pasa por su peor momento. A su –ya diagnosticada– medianía académica –en los ránkings internacionales la menos mala se ubica entre el puesto 490 y 500–, se suman resistencias contrarreformistas en varias casas de estudio públicas que obstaculizan las iniciativas del Ejecutivo de poner orden en materia burocrática, al menos. Como se sabe, en la última semana, el conflicto se tornó mayor en algunos centros de educación superior en Lima (San Marcos, Villarreal) y provincias (Universidad Nacional de Trujillo y la Universidad Nacional de la Amazonía Peruana), entre otros. A esta situación crítica se le suma un mayor desprestigio: un nuevo tipo de politización de las universidades, en contextos de comicios generales.
Históricamente, las universidades han sido epicentro del debate político en el Perú. El intercambio de ideas generó sesgos partidarios –harto conocidos– en diversos claustros: San Marcos hacia la izquierda, Villarreal aprista, la de Piura más conservadora. Pero en los últimos años, poderes políticos se han acercado a la universidad de un modo distinto al tradicional: utilizándola como sustituto partidario. Es decir, como recurso –humano, monetario, movilizador– con finalidades políticas electorales, prácticamente sin atajos.
De hecho, el Jurado Electoral Especial de Lima ha abierto procesos sancionadores contra el Apra por la utilización de las instalaciones de la Universidad San Martín de Porres para fines partidarios (aunque los apristas replicaron que se trataba de una actividad navideña) y contra Solidaridad Nacional por paneles publicitarios sospechosamente parecidos a favor de José Luna y de la universidad que auspicia, Telesup. Además, se acusa a candidatos fujimoristas de hacer uso proselitista de sedes de la Universidad Alas Peruanas. Y, obviamente, el caso más escandaloso es el de César Acuña, cuya universidad-empresa-partido grafica el lucro político que se genera a partir de la mercantilización del sueño de la educación superior.
La acumulación de poder y la ambición política parecen encabezar las prioridades de quienes, en teoría, son los llamados a mejorar la calidad de la universidad peruana. De este modo, cada universidad termina anclada a una marca partidaria. Qué dudas caben de las camisetas políticas del consorcio de universidades de Acuña, del aprismo de algunos posgrados de la San Martín, del izquierdismo del patio de sociales de la PUCP. Que el decano de la facultad de sociales de la Católica –el magíster Alan Fairlie– sea candidato a la vicepresidencia en la plancha de Verónika Mendoza solo reitera la estigmatización merecida de algunos departamentos académicos de dicha casa de estudios. ¿Qué es más importante para el catedrático universitario peruano? ¿Pertenecer al círculo –coyuntural– de políticos influyentes o construir una comunidad científica seria? Sí, dichos objetivos son excluyentes.
Me preocupa la subordinación de la educación superior peruana a intereses particulares de políticos –partidarizados o independientes–. La tendencia arrastra tanto a universidades públicas como privadas, prestigiosas como de ‘garaje’. Las mentes de las nuevas generaciones peruanas se forman con los sesgos propios del docente-empleado preocupado por Cipriani, por Acuña o por García, antes que por la cátedra independiente o la investigación científica. Como consecuencia, llevamos décadas retrasadas en un mundo donde el valor del conocimiento se torna más importante. Se podrá ganar una elección, pero no desarrollarnos integralmente.