¿Qué es África? Nos preguntan. Y entonces, una sucesión de imágenes se proyecta en nuestras mentes: guerras civiles, muchedumbres hambrientas y dictadores grotescos. Un pueblo homogéneo, sufrido y olvidado, condenado a ser la eterna víctima sin posibilidad de redención. Pero en realidad, el panorama es mucho más complejo. Cincuenta y dos países, además de miles de etnias y lenguas así lo demuestran.
Esta diversidad de escenarios se refleja en los dos últimos golpes de Estado en el continente. En Níger, una junta militar liquidó una democracia débil que se vio incapaz de lidiar con sequías y grupos terroristas como Boko Haram. Los vecinos, Mali y Burkina Faso, también sufren de los mismos males, mientras año tras año se mantienen en los últimos lugares de PBI y desarrollo humano. Sorprendida, Francia observa con horror cómo los golpistas rechazan sus banderas y flamean las rusas. No es de extrañar, cuando durante décadas su única preocupación por Níger fue extraer de allí uranio a precio de ganga.
A cientos de kilómetros al sur, se encuentra Gabón, una pequeña república cubierta por selvas espesas e ingentes reservas de petróleo. Este martes, el ejército rompió el “orden constitucional” tras derrocar al presidente Ali Bongo, quien acababa de ganar las últimas elecciones presidenciales. Podría jugar el papel de víctima si es que esta no fuese su segunda reelección fraudulenta desde que asumió el poder en el 2009 tras la muerte de su padre, Omar Bongo. Este último había liderado una cleptocracia de 42 años que Francia consentía a cambio de extraer libremente el oro negro del país. Mientras el desempleo y la pobreza se mantuvieron latentes por generaciones. Este año, Bongo Jr. pretendió continuar la tradición familiar del fraude y, cuando notó que el conteo de votos le era adverso, decidió cortar el servicio de Internet en el país e imponer toques de queda. Ahora, Francia exige respeto por los resultados electorales. ¿Pero acaso Macron aceptaría una democracia a la gabonesa en su país?
Es evidente que Occidente debería balancear sus intereses económicos con un apoyo al desarrollo institucional en África que favorezca el surgimiento de auténticos Estados de derecho en el continente. Un golpe de Estado debería ser la última solución para acabar con una dictadura, pero ante tiranos como Bongo que se resisten a los consensos, no queda alternativa. Ahora bien, cabe la posibilidad de que las euforias golpistas conciban nuevos tiranos, pero la presión ciudadana puede jugar un papel determinante: se han cansado de que la democracia sea una pantomima perversa, de que los líderes mundiales les dediquen sonrisas hipócritas, de ser rebeldes e incomprendidos. Ojalá el futuro no cumpla aquella máxima de André Malraux: “Hay revoluciones que son un día de fuego y cincuenta años de humo”.