Mientras caminaba hacia mi universidad por la avenida Brasil, no pude evitar echar una ojeada al diario matutino del quiosco. Una actividad que siempre hago y que aquel viernes me dejó conmocionada: el hecho de saber que la en el ha aumentado en los últimos 11 años.

Una noticia realmente devastadora puesto que significa que millones de peruanos están en situación difícil de extrema pobreza y que el grito de su miseria no ha sido lo suficientemente fuerte como para llamar la atención de una nación que parece no tener orejas.

Es como si la pobreza nunca se hubiese ido y siempre hubiera estado allí, escondida por el silencio y el olvido. Escondida en los asentamientos humanos, desprovistos de luz y agua, en la desnutrición de los niños, en la falta de trabajo, en los sueños rotos de los jóvenes que no podrán estudiar por motivos económicos. Este es el Perú sin los faros de la Plaza de Armas.

Podría hablar de la realidad de millones de peruanos que están en el último escalón de los privilegios y las oportunidades, los peruanos pertenecientes a la clase ignorada. Es algo paradójico saber que los avances que caracterizan esta época no son sinónimo de igualdad. No nos basta con señalar en dónde reside la pobreza; todos sabemos qué es y en dónde está.

Pero ¿podemos hacer algo para cambiar esta realidad? ¿Debemos votar por el político que nos promete un paraíso de oportunidades? ¿Debemos cambiar las estructuras?

No les daré la respuesta. Sinceramente, no la tengo. Pero si me preguntan si erradicar la pobreza es el objetivo de millones de estudiantes universitarios, lo afirmaría, porque estoy dentro de sus filas.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

María Teresa Sánchez Dávila es estudiante de Periodismo en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya