La voz del pueblo, dicen, es la voz de Dios. Y para que podamos actuar mañana como médiums de tan perfecta voluntad, la legislación electoral nos ha puesto en estos últimos días a buen recaudo del mundanal ruido de la campaña y de otras tentaciones igualmente contaminantes. La propaganda ha sido acallada; las encuestas, convertidas en un saber esotérico; y el licor, proscrito. La idea, al parecer, es que al momento de depositar su voto, cada ciudadano sea una especie de monje budista a punto de comprender la vanidad del mundo material.
En semejante trance beatífico, sin embargo, los peruanos hemos incurrido en despropósitos memorables. Es cuestión de repasar la nómina de nuestros últimos presidentes para comprobarlo. Y si le echamos una mirada a la merienda de ventajistas y tarugos en que hemos convertido periódicamente al Congreso, el diagnóstico no mejora.
Vista la evidencia, por lo tanto, las posibilidades son dos: o Dios es un bromista, o la voz que escuchamos cuando acudimos a las urnas es la de un cruel ventrílocuo.
—Días enmascarados—
Si nuestro destino, entonces, es ser embromados elección tras elección, ¿qué sentido tienen las privaciones a las que se nos fuerza en los días previos al acto electoral? ¿Por qué en la antesala a un trance así de trascendente se nos obliga a profesar y emitir literales votos de castidad?
Vamos, la propaganda no va a marear en las horas finales de la campaña a quien no sedujo en semanas o meses de bombardeo atosigante. Y la ‘ley seca’ puede conducir a estropicios peores que los que eventualmente podría ocasionar un improbable achispado en la cámara secreta. De todas las vedas que se nos imponen en estas fechas, sin embargo, ninguna se nos antoja tan perniciosa como la de la divulgación de encuestas.
En 1954, el escritor mexicano Carlos Fuentes dio a su primer libro el título de “Los días enmascarados”, una alusión a los cinco días finales del calendario azteca: los nemontemi. Al decir de Octavio Paz, “cinco días sin nombre, durante los que se suspendía toda actividad” y en los que hasta las danzas se ejecutaban en silencio. Era aquel un comportamiento ritual que –como todo comportamiento de ese tipo– visto desde fuera puede parecer absurdo, pero al que un sistema de creencias exoneradas del requisito de la justificación racional daba sentido. Eso es lo propio de un Estado basado sobre una estructura religiosa, a diferencia de lo que ocurre –o debería ocurrir– en un Estado laico y tributario de las ya añejas conquistas del Siglo de las Luces, como presuntamente es el nuestro.
Aquí, sin embargo, tenemos también nuestros días enmascarados, pues estamos acercándonos al desenlace de una de las confrontaciones electorales más ajustadas de nuestra historia política y una vez más debemos hacerlo a ciegas por disposición de autoridades que parecen confundir su investidura con la de una divinidad caprichosa.
Lo grave es que ese capricho tiene consecuencias negativas y peligrosas, pues por un lado, impide a los ciudadanos preocupados por lo que está en juego en una segunda vuelta dirigir, en el momento crítico del sufragio, sus votos hacia el postulante que más cerca (o menos lejos) esté de sus convicciones y preferencias. Y por otro, crea el ambiente perfecto para los engaños y posteriores acusaciones de fraude de parte de quien eventualmente pudiera no estar satisfecho con los resultados.
Por supuesto que, para quien tiene los medios, existen formas de burlar la interdicción, pero ese no es el punto. Lo central es que, a través de esta disposición se nos conculca un derecho sin que nadie se indigne demasiado, empezando por los propios candidatos presidenciales que nos solicitan el voto presentándose como los valedores de nuestras libertades y derechos. En el fondo, se diría, todos aspiran secretamente a convertirse en la cabeza de un Estado que no ofrezca explicaciones, sino solo oscuros oráculos, como los dioses crueles y arbitrarios que presidían los sacrificios en lo alto de alguna antigua pirámide de piedra.
De una forma u otra, los resultados de mañana confirmarán una vez más que la democracia, como todas las creaciones humanas, está atravesada de arbitrariedades, temores y contradicciones. Y aun así, sigue siendo, según la famosa definición de Churchill, “el peor de los sistemas, excepción hecha de todos los demás”. Y esto es así porque supone una contención del poder del Estado, o cualquier otro poder central, para trasladarle a cada ciudadano una porción igual de la responsabilidad de definir aspectos fundamentales del destino que todos compartiremos en el futuro inmediato.
Esa virtud del sistema, sin embargo, se ve directamente socavada por imposiciones como la de las abstinencias a las que la autoridad nos condena en estos días, tratándonos como a menores de edad que tienen que ser tutelados para ejercer sus derechos.
—Vieja tesis—
Como decíamos antes, ninguno de los candidatos presidenciales que dirimirán suerte mañana ha tocado este tema en la presente campaña, pero nada nos impide hacerlo a nosotros. De hecho, este es un argumento que sistemáticamente repetimos en esta pequeña columna en las vísperas de cada elección presidencial.
La experiencia enseña que los ayunos obligados no suelen ser buenos consejeros. Y, a falta de mejores explicaciones, cabe postular que nuestros reiterados desaciertos ante el ánfora son un efecto secundario de tanta dieta absurda. ¡Abajo la abstinencia!
Contenido sugerido
Contenido GEC