El congresista Omar Chehade por fin camina derecho. Pero derecho a la puerta de salida del humalismo. De un tiempo a esta parte, los síntomas de desbande en el gobierno abundan y el don de lenguas que pareció poseer al presidente Humala durante su reciente visita a España no ha hecho sino agravar el cuadro.
Cómo habrán sido de desaforadas sus declaraciones en ese país, que el premier Pedro Cateriano se ha sentido obligado a tomar distancia de alguna de ellas (“Yo no admiro a Hugo Chávez”, dijo hace una semana). Y hasta el legislador Teófilo Gamarra, cruzado de la causa nadinista en sus horas más desesperadas, se ha atrevido a musitar: “en toda agrupación política podemos tener nuestras discrepancias”.
Nadie en el oficialismo, sin embargo, ha desenfundado las dagas con tanta delectación como el mencionado Chehade.
No hay almuerzo gratuito
En los años de la brega por el poder, Chehade era uno de los favoritos de la pareja fundacional del nacionalismo. Y con motivo: defendió legalmente a Humala en los casos del ‘Andahuaylazo’ y Madre Mía, y a la señora Heredia ante la primera denuncia por lavado de activos. Y siempre consiguió resultados que, con prescindencia del sabor que dejasen en quien hubiese seguido los procesos de cerca, les permitieron a ellos continuar su larga marcha hacia Palacio.
Fue por eso, quizás, que lo premiaron con el puesto de primer vicepresidente en la plancha de Gana Perú en el 2011. Y fue por eso también, seguramente, que el 28 de julio de ese año, en la embriaguez de la victoria, juró el cargo para el que había sido elegido por la Constitución del ’78, como si fuera un alter-ego del presidente que expresaba lo que este no podía decir por los compromisos que había adquirido antes de la segunda vuelta.
La embriaguez, no obstante, pronto devino para él en resaca. Al conocerse que, nada más acomodarse en la vicepresidencia, había convocado a un animado almuerzo en el que se intentó persuadir a ciertos generales de la PNP de intervenir a favor de un interés privado en la disputa por la administración de la azucarera Andahuasi, cayó en desgracia.
Por un momento pensó que era una tormenta pasajera y que no tendría que renunciar a su encumbrado cargo en el Ejecutivo. Pero cuando la primera dama, que en ese entonces era una manifestación de lo trascendente moviéndose en el mundo material, le atizó el famoso tweet de “¿tan difícil es caminar derecho?”, comprendió que lo habían abandonado a su suerte y, recitando la consabida fórmula de que lo hacía “en aras de no causar perjuicio a la buena imagen del gobierno”, se apeó humillado del Olimpo del poder.
¿Acumuló rencor por el desembarco con puntillazo moral al que lo sometieron sus antiguos defendidos? ¿Soñó despierto con una revancha que pareciera obedecer a propósitos superiores como el empujón que recibió de ellos? Pues por el regodeo con el que les está suministrando el vuelto ahora que están en la lona, se diría que sí.
Rictus de hastío
Chehade, efectivamente, ha ido dosificando su veneno de despedida. Primero, se permitió votar en contra de la consigna partidaria en el asunto de la exoneración de los descuentos a las gratificaciones. Luego, declaró que nunca votaría por Urresti si fuese el candidato presidencial del humalismo en el 2016. A continuación, vaticinó que el oficialismo perderá de todas maneras la Mesa Directiva del Congreso la próxima semana. Y ahora acaba de sentenciar que existe un veto de Palacio Gobierno contra Marisol Espinoza. “No sé de quién”, ha dicho, aunque ha precisado que “no la quieren por celos”. Así que ya se le vienen las acusaciones de haber denigrado a alguien en su condición de mujer, madre, esposa y donante de órganos. Pero, a juzgar por su rictus de hastío, al cabo que ni le importa.
(Publicado en la revista Somos el sábado 18 de julio del 2015)