Desde que fue atacado e invadido, en el aeropuerto de Juliaca solo aterrizan aviones militares, así que, para un civil cualquiera, la vía más rápida para llegar a Puno es viajar por tierra desde Arequipa. Lo de ‘rápida’ es un decir: el trayecto puede verse interrumpido a cada momento debido a los bloqueos en cualquier tramo de la carretera.
Algunos días, el paisaje está compuesto por hileras de rocas, troncos y llantas quemadas, y con piquetes distanciados apenas por unos pocos metros entre sí. En cada uno hay grupos de manifestantes, casi siempre mujeres y casi siempre hostiles a las preguntas. Otros días, esos mismos objetos están a los lados de la pista y no hay nadie en los piquetes, ningún grito, ninguna bandera negra. Al menos para el visitante, la situación es así de confusa.
La siguiente escena tuvo lugar el 22 de marzo, un miércoles por la mañana, en la localidad de Santa Lucía, unos 70 km antes de Juliaca. La carretera estaba bloqueada, los manifestantes dijeron que la liberarían “a las 6 de la tarde”, y comenzaron a preparar sus alimentos con total tranquilidad en una olla común. Los ocupantes de dos buses, cinco camiones y una veintena de autos esperaban impacientes y friolentos.
De pronto, hubo un pequeño alboroto. Una comitiva de puneños que regresaba de Lima apareció en el lugar. Habían estado dos meses protestando en la capital, pero se había terminado el dinero y debieron volver. Allí, en medio del piquete, un hombre de unos 50 años, quien lideraba el grupo, habló desde el megáfono que le alcanzó alguno de los manifestantes.
“Esta lucha ha decaído, pero no ha terminado. No quiero decirles que nos vamos a rendir; solamente pedirles que manden a Lima a sus mejores guerreros, a gente profesional que sepa liderar, que sepa integrarnos”, dijo el hombre.
Aplausos y arengas aparte, había en el grupo un clima de resignación, al menos de cansancio. Es cierto que en el resto de regiones donde hubo paros y protestas desde diciembre del 2022 la situación ha recobrado cierta calma, excepto en Puno. También es verdad que las manifestaciones aquí han ido perdiendo fuerza.
Terminado el discurso, los manifestantes retiraron algunas piedras y la comitiva pudo seguir avanzando hacia Juliaca. De inmediato, bloquearon la vía otra vez.
Minutos después, apareció un patrullero con cuatro policías de la comisaría de Santa Lucía. Un suboficial habló con firmeza, dijo que el suyo era un vehículo oficial e intentó mover él mismo algunas piedras. Las mujeres abandonaron la olla común, encararon a los agentes, se pararon frente al patrullero y empezó el griterío. “¿Me vas a matar? ¡Mátame!”, gritó una señora al policía.
En un instante de lucidez, o previendo que la violencia podría desatarse, el suboficial pidió el mismo megáfono y habló. Sin amenazarlos, pero sin ceder en su exigencia –que lo dejaran pasar–, logró hacerse escuchar. A propuesta suya, el megáfono pasó de mano en mano. Cuarenta minutos después, entre negociaciones y bravatas, los policías cruzaron el piquete y continuaron su camino. De inmediato, la vía fue cerrada otra vez.
En Puno, la situación es confusa: la protesta se mantiene, pero en desorden y, a falta de un líder que dicte y administre, cientos de puneños apostados en las carreteras deciden, a veces sin coherencia, si la vida cotidiana continúa o se detiene.
La ley del ‘paro seco’
Ya dentro de Juliaca, y lo mismo en la ciudad de Puno, queda más o menos clara la dinámica de esta prolongada protesta. Por acuerdo de los dirigentes de diversas organizaciones de distintas localidades, los martes y miércoles se cumple un ‘paro seco’, es decir, la carretera se bloquea y no hay transporte, tampoco atienden los restaurantes ni tiendas, y hasta las municipalidades y colegios suspenden sus actividades. De jueves a domingo, todo lo anterior sí opera con relativa normalidad. Puno no es una región independiente, como pretenden algunos, pero es autónoma de facto.
La siguiente escena tuvo lugar el 23 de marzo en el mercado San José, el más grande de Juliaca. Como era miércoles, miles de puneños abarrotaban los puestos de venta de útiles escolares y de ropa de niños para combatir el frío mañanero. En uno de estos puestos trabaja Alejandro Paricahua, representante de los más de dos mil comerciantes.
Durante el recorrido de varios días por la región, ningún dirigente aimara quiso conversar con este Diario; sin embargo, Paricahua (que es aimara) sí. Él admite que la protesta no sigue un orden establecido, pero que han ido asomando dirigentes que toman la batuta al menos temporalmente. Sin embargo, cualquier decisión futura está sujeta a dos variables: lo que decidan “las bases” y lo que haga o deje de hacer el Ejecutivo.
Compás de espera
Otra variable por tener en cuenta es la geografía. En la zona norte de Puno (Azángaro, Melgar y otras provincias), hay cierta tendencia a que la vida comercial retome cierta normalidad. El vendedor de una tienda de abastos en estas zonas asegura que está “en protesta”, y quizá en su local haya algún letrero alusivo a Dina Boluarte o el Congreso, pero las puertas están abiertas. En la zona sur, en cambio, la tendencia es a radicalizar las medidas de fuerza a cualquier costo.
La siguiente escena tuvo lugar el sábado 25 de marzo, al mediodía. En el centro de esparcimiento del Ejército en Juli, a orillas del Titicaca, una patrulla de soldados y policías ensaya los planes de defensa frente a otro eventual ataque. El 4 de marzo, más de 1.500 manifestantes rodearon esta sede y, luego de lanzar piedras, ingresaron a la fuerza. Hasta hoy se pueden ver en el lugar los dos patrulleros que incendiaron y las lunas que rompieron en todo el local. Se metieron hasta la cocina, literalmente.
¿Un hecho como aquel, o como el ataque al aeropuerto de Juliaca, podría repetirse? Sin duda. ¿Podría desencadenarse otra ronda de violencia y muerte como la que Puno padeció en enero? Sí, y no.
Esta semana, las bases y gremios de toda la región se reunieron y tomaron una decisión clara, mantener las protestas sin dispersarse, y alistan una gran movilización para el 19 de julio (que podría extenderse hasta las Fiestas Patrias). También hubo acuerdos poco comprensibles, como el de variar el ‘paro seco’ para los jueves y viernes.
Al mismo tiempo, la emergencia en Puno se mantiene, y tanto la Policía Nacional como el Ejército se preparan para algo posible, como una explosión de violencia, o para algo evidente y concreto: una protesta interminable, impredecible e inextinguible.
Siempre un conflicto a punto de estallar
En los últimos 20 años, Puno ha sido escenario de gravísimos hechos. Los conflictos sociales en esta región tienen una intensidad particular, como si siempre hubiera una crisis asomando.
En abril del 2024, el alcalde de Ilave (distrito de la zona sur), Cirilo Robles, fue linchado hasta la muerte tras ser acusado de delitos de corrupción (que más tarde la justicia desmintió). El estallido social fue feroz.
Años después, en el 2011, otra vez los aimaras se levantaron y llevaron sus protestas a Juliaca y Puno, esta vez en contra de la concesión minera Santa Ana, a cargo de la empresa canadiense Bear Creek Mining Corporation, otorgada por el Gobierno vía decreto.
Durante semanas, la región se paralizó, hubo ataques a la propiedad pública y privada y un clima de incertidumbre permanente.
Ha habido casos anteriores. Pronto se cumplen 100 años de la sublevación de Huancho Lima, que comenzó como un reclamo por los abusos de los gamonales y acabó con cientos de campesinos puneños muertos.
Tres miradas sobre la realidad puneña
Los aimaras se sienten excluidos en el Perú. ¿Por qué van a Lima? Es una respuesta al menosprecio de las autoridades. La demanda política principal tiene un curso largo: poner fin a la discriminación, al ‘choleo’. En el fondo, lo que quieren es más autonomía, más manejo de sus recursos. Hay que analizarlo: en el manejo del Estado tiene que haber una real descentralización, ya la gente se hartó de que sus autoridades vayan a Lima a pedir permiso para todo. Pero lo que les ha indignado es que les digan ‘terroristas’. Recordemos que en la época de Sendero Luminoso, después de Ayacucho, Puno era el segundo frente, pero aquí no hubo tantas muertes porque el mundo aimara frenó a Sendero, no permitió que entrara a su a su territorio, a su ámbito de acción.
El pueblo ha tenido todo este malestar por la corrupción que hay dentro del Gobierno, y porque le han dado la espalda al pueblo que los ha elegido. Yo, la verdad, le echo la culpa al Ejecutivo, encabezado por la señora Dina Boluarte, y también al Congreso, que da la espalda a la población. También Castillo, por la gran torpeza de dar un autogolpe; no nos une ninguna clase de cercanía con él, al menos mi persona. Nosotros apoyamos la protesta más que todo por la muerte de los hermanos, y somos acusados de agitadores, de terroristas. El Gobierno debe conocer la realidad de todo el Perú, no solamente debemos ser utilizados en campaña. La señora (Boluarte) dice “Puno no es el Perú”. Bueno, si es así, podemos ser una federación independiente.
Estamos en una protesta todavía vigente. O sea, siguen las protestas a pesar de que hay una reorganización. Ha habido ciertas treguas, pero va a haber reuniones consecutivas en las posteriores semanas o meses para evaluar y plantear estrategias de este movimiento, de esta manifestación. Yo creo que las huelgas no van a terminar, van a continuar. Es verdad que en la región Puno hay una suerte de autonomía. No hay un dirigente único, las autoridades son el colectivo. Las demandas no son por mejorar las carreteras, por mejorar, digamos, la anemia u otros problemas. No es eso. La demanda es política y las respuestas tienen que ser políticas y, por lo tanto, lo que busca el pueblo aimara es la dignidad de estos pueblos tan discriminados, tan humillados.