¿Por qué se juntaron si sus genes son tan distintos? El Apra tiene un origen de masa y catacumbas, un partido organizado para aguantar persecuciones más que para perseguir el poder, una izquierda latina original. Cuando por fin llegó a gobernar en 1985 con Alan García, viró a un centro impreciso (con pésimos resultados económicos) y en el 2006, se fue a la derecha. Eso sí, aún es un partido de estructura convencional.
El fujimorismo, en cambio, nació 65 años después del Apra, expresamente para tentar el poder como ‘movimiento’ Cambio 90 (en ese entonces la ley hacía un distingo respecto a partido). Su líder, Alberto, nunca fue afecto a la vida partidaria: fundó y desechó movimientos con fecha de caducidad según el calendario electoral. Hasta que su hija Keiko decidió cambiar el nombre de Fuerza 2011 a Fuerza Popular (FP) y darle al fujimorismo un toque, digamos, más institucional. Eso sí, superpuso a las bases una capa de invitados con intereses variopintos.
No había, por lo tanto, tradición ni ideología común cuando en el 90 los apristas decidieron apoyar a Fujimori en la segunda vuelta. La antipatía por Vargas Llosa los unió. Y la coyuntura los separó dramáticamente en el golpe del 5 de abril de 1992, cuando persiguieron a García y este se asiló en la Embajada de Colombia.
El Apra fue una de las piñatas favoritas de Fujimori y de su prensa chicha, a pesar de que Montesinos –que quería grabar a todos delinquiendo– hizo una colaboración económica al entonces secretario general aprista, Agustín Mantilla. Cayó Fujimori y volvió Alan reciclado, con las denuncias archivadas y con Mantilla inmolado en prisión.
Hasta que otra coyuntura y otro enemigo común los volvió a unir: Ollanta Humala. Durante el segundo gobierno aprista, la bancada de 13 fujimoristas no fue crucial para García, pero desde su derecha popular, Keiko apoyó sus urgencias legislativas, mientras los humalistas encabezaban la oposición. Pero más importante para el gobierno eran los votos y coincidencias con la bancada pepecista.
Fue en el gobierno humalista que la ojeriza de Ollanta y Nadine convirtió la coincidencia en casi una alianza parlamentaria. Alrededor del 2007 se registran en la prensa política los primeros usos del término “aprofujimorismo”, aunque fue durante el humalismo que este cundió. A partir del 2016, ante la abrumadora mayoría naranja respecto a la exigua bancada aprista, el primer término fue desapareciendo y se impuso el “fujiaprismo”.
—Carbón y votos—
Lo que sucedió a partir del 2016 fue una descomunal comunión, una desproporcionada armonía. Setenta y tres congresistas de Fuerza Popular muchas veces fueron arrastrados a votar por temerarias iniciativas que lanzaban algunos de los cinco del Apra, especialmente Mauricio Mulder. Se pensaba que en la mayoría de los casos pudieron ser iniciativas surgidas dentro de FP y entregadas a un aprista para no delatar el origen. Sin embargo, fuentes de ambos grupos dicen que es más probable que fuesen ideas apristas presentadas provocadoramente a FP. Ese podría ser el caso, por ejemplo, de la célebre ley Mulder. Los protagonistas han sido, mayormente, Mauricio Mulder y Javier Velásquez Quesquén, pero podemos asumir que Alan García estaba muy al tanto de las incidencias, si no las inspiró.
La ley Mulder creó nuevos frentes al fujimorismo: con los medios, con bases regionales y con el TC, que declaró inconstitucional la ley justo cuando Keiko quería recuperarse de los costos de guerrear con PPK y con Kenji.
Por si fuera poco, hubo otras iniciativas que en lugar de abrirle el juego a FP con otras fuerzas y limar asperezas con el creciente antifujimorismo, las enervó: la modificación de la cuestión de confianza en el reglamento del Congreso y, más recientemente, la nueva ley de financiamiento de campañas, creando un delito distinto al lavado de activos (¡con Keiko en prisión preventiva bajo el supuesto de obstruir a la justicia!), son inspiraciones y carbón aprista a una combustible bankada. De ahí que uno de los tuits del último hilo de Keiko Fujimori rece así: “Si algo he entendido en todo este tiempo es que el fuego se apaga con agua, no con más fuego [...]”.
¿Pero se ha roto el entendimiento, el vínculo emocional entre el atizador y la brasa? Cuando Keiko Fujimori fue detenida preliminarmente y a los pocos días liberada para esperar la decisión sobre su prisión preventiva, empezó una fase de reflexión defensiva que incluyó el llamado a un “diálogo y reencuentro nacional”. Entre sus íntimos se hablaba de un cambio de chip, de uno peleonero a uno conciliador. A uno de los íntimos, que la suele visitar en prisión, le pregunté si entre las reflexiones de Keiko no había un lamento por tantas veces que se dejó atizar y a la vez atizó el fuego aprista. Me respondió con un sí que pareció un suspiro.
Me quedé con la duda sobre si mi interlocutor respondió así porque le salió del forro o porque realmente estaba traduciendo a Keiko, pero unos días después,el 15 de diciembre, cuando tomó la palabra al final de la audiencia de apelación de su prisión preventiva, me convencí de que el fujiaprismo estaba en jaque. Keiko, para sustentar que no estaba en plan de fuga y de hacer peligrar su proceso, dijo, con furia y a la vez con sorna, “yo no me he asilado”. En ese momento, el fujiaprismo recibió un golpe mortal. Keiko Fujimori recogió un distingo que ya hacían hasta sus enemigos –que Alan se escabulló con nocturnidad en la casa del embajador uruguayo, mientras ella se come su cana con aplomo– y lo enarboló a su favor.
Hay algo más importante que ese distingo con puya. Aunque estamos dentro de la incierta prognosis de delitos y penas, se puede argüir que la información que podría llegar de Brasil será más comprometedora contra los que fueron gobernantes que contra la opositora Keiko. Razón adicional para que fujimoristas y apristas empiecen a disolver esa alianza que nunca fue orgánica, ni programática ni de largo aliento. El episodio de Chávarry, con Keiko bajándole el dedo para pasmo de propios y ajenos, es un baldazo de agua a la calentura aprista.