Para contener la desintegración política mafiosa del país no basta con prohibir la reelección inmediata de las autoridades subnacionales, una modificación constitucional que incluso podría tener más efectos negativos que positivos en la medida en que impida consolidar continuidades constructivas.
Se necesita un conjunto de medidas y reformas, concatenadas entre sí. La primera es la reforma de la revocatoria, para desalentar a los perdedores de las últimas elecciones que ya deben estar esperando enero para empezar el asalto al botín. Luego, obligar a los movimientos regionales a presentar candidatos cuando menos en tres departamentos o a vincularse con un partido nacional. Esto para que a los aventureros no les sea tan fácil postular y tengan algún control más allá de sí mismos.
De lo que se trata es de facilitar la regeneración de un sistema de pocos partidos enraizados que permita reintegrar políticamente al país, y para eso se necesita, además, vallas más altas para las alianzas, eliminación del destructivo voto preferencial a cambio del establecimiento del distrito uninominal o binominal -para reconectar a los partidos con las provincias-, y financiamiento público de las organizaciones partidarias.
Pero esto tiene que venir acompañado de una reintegración del Ejecutivo, de la recuperación de la capacidad de gobierno nacional. Esto supone una reasignación de competencias entre los tres niveles de gobierno según qué nivel ejecutaría mejor cada función o cada eslabón de la cadena de valor de cada función. Es decir, aplicar ahora sí el mecanismo de certificación de capacidades establecido en la ley, que fue saltado a la garrocha cuando se transfirió demagógicamente todo de un solo porrazo. Lo que a su vez requiere de un equipo técnico muy fuerte que haga el estudio.
Una vez fijadas bien las nuevas competencias, se necesita establecer mecanismos de control, sanción e intervención si estas no se ejecutan bien o si las políticas nacionales son desobedecidas. Y que los auditores dependan de la Contraloría y no de las autoridades locales. Y reformar de verdad la policía (investigación) y el sistema judicial, para prevenir y castigar.
Pero el mejor control se daría si los presidentes regionales y alcaldes fuesen elegidos por ciudadanos contribuyentes, y por lo tanto fiscalizadores, y no por masas clientelizables. Para eso los gobiernos locales deben recaudar el predial que les corresponde en lugar de depender de transferencias caídas del cielo.
Ciudadanos contribuyentes fiscalizarán el uso de su dinero pero también exigirán mejores servicios, y para eso necesitamos la reforma del servicio civil, una burocracia profesional y meritocrática, menos susceptible de paso a la corrupción.
Pero para que los gobiernos subnacionales tengan una base ciudadana exigente y no clientelizable, es decir, contribuyente y formal, necesitamos facilitar la formalización con reglas laborales, tributarias y sectoriales mucho menos costosas, rígidas y complicadas. Y abolir la tramitocracia con unos ‘Tupas’ únicos y simplificados y un gobierno electrónico unificado a nivel nacional, lo que a su vez también reduce las oportunidades de corrupción.
Lo que está en juego es, por fin, la construcción de la institucionalidad, del imperio de la ley. Esa es la gran tarea.