“Balta fue asesinado en su celda, la población reaccionó contra los golpistas y exhibió los cadáveres de tres de ellos”. (Ilustración: Marcelo Hidalgo/El Comercio)
“Balta fue asesinado en su celda, la población reaccionó contra los golpistas y exhibió los cadáveres de tres de ellos”. (Ilustración: Marcelo Hidalgo/El Comercio)
Fernando Vivas

De nuestros 53 jefes de Estado –cinco más, cinco menos, contando presidencias efímeras o precarias sobre las que no hay acuerdo–, solo uno se suicidó. ya logró entrar con esta singularidad en la ‘historia’ a la que, en sus últimas entrevistas, anunció que postulaba.

Nuestro único presidente muerto por mano propia no es, sin embargo, el único con final violento y trágico. Es más, García murió ex presidente, pero hemos tenido –sopesen la palabra– dos magnicidios. El coronel José Balta y Montero (1868-1872) fue presidente constitucional y estaba por despedir su gobierno cuando en la rebelión de cuatro hermanos militares, los Gutiérrez, fue derrocado y apresado. Fue asesinado en su celda, la población reaccionó contra los golpistas y exhibió los cadáveres de tres de ellos.

En realidad, los Gutiérrez no insurgieron contra el ya saliente Balta, que condujo un gobierno de mucha obra, sino contra el ya electo civilista Manuel Pardo y Lavalle, de quien temían que gobernara contra los intereses militares. Pardo tuvo un intento de homicidio en 1874 y más adelante, el 16 de noviembre de 1878, cuando ya no era jefe de Estado sino presidente del Congreso, fue asesinado en la entrada del recinto por un sargento que juzgó que un proyecto de ley que apoyaba Pardo iba contra sus derechos.

Lo de Pardo no fue un magnicidio como el de Balta, pues no era presidente en ejercicio, pero sí lo era Luis Miguel Sánchez Cerro cuando fue asesinado el 30 de abril de 1933 por un militante aprista. Nunca se supo si fue un complot o el acto de un fanático del partido derrotado por primera vez en las elecciones de 1931.

Hubo otros dos presidentes muertos en ejercicio de su mandato, en las tumultuosas épocas del caudillismo militar, cuando se sucedieron varias inestables autocracias. El mariscal Agustín Gamarra Messía gobernó constitucionalmente entre 1829 y 1833 y luego, tras la debacle de Andrés de Santa Cruz y la Confederación Perú-Boliviana, fue nombrado presidente provisional por el Congreso y elegido en las urnas en 1839. No pudo completar su período, pues murió en 1841, en la Batalla de Ingavi, en Bolivia.

Antes de Gamarra, tuvimos un caudillo trágico, Felipe Santiago Salaverry, quien, con 29 años, fue el más joven presidente en arribar al poder y el más joven en morir, pues el 18 de febrero de 1836, cuando tenía 30 años, fue fusilado por orden de Santa Cruz.

Las muertes de Gamarra y Salaverry delatan la presencia de códigos bélicos en la política, en una república aún en pañales. Pero un siglo después, Augusto B. Leguía, nuestro presidente de más larga gestión, tuvo un duro final. Cumplió su primer período entre 1908 y 1912 y el segundo se prolongó de 1919 a 1930, sumando enemigos e impaciencia popular, enervada tras la crisis de 1929. Fue derrocado por un golpe militar. Se le permitió embarcar con rumbo a Panamá, pero ordenaron volver al barco y lo apresaron. Murió enfermo, en un hospital, pocos días luego de ser trasladado desde su celda, el 6 de febrero de 1932, tras 14 meses de inclemente prisión.

—Por sí mismos—
No hubo presidentes suicidas, pero sí un militar inquieto que protagonizó varias revueltas, primero contra Leguía, luego contra Sánchez Cerro. Tras la caída de Leguía, Gustavo Jiménez Saldías, apodado ‘Zorro’, fue parte de la junta de gobierno que presidió el golpista Sánchez Cerro. Cuando lo apartaron de la cúpula y su líder renunció para ser candidato, Jiménez presidió una fugaz junta de transición, disuelta al poco tiempo cuando se estableció la Junta Nacional de Gobierno, que se comprometió a conducir las elecciones libres.

Sánchez Cerro ganó a Haya de la Torre en tensa lid, y Jiménez pasó a la oposición con tanto encono como los apristas. No fue parte de la rebelión de Trujillo de 1932, que fue aplacada con muchas bajas del lado aprista; pero al año siguiente, en marzo de 1933, protagonizó su propia revuelta en Cajamarca. De allí pasó a Trujillo y se enfrentó en la cercana Paiján a soldados del gobierno. Fue derrotado y el Ejército informó que se había disparado un tiro en la sien. La perspectiva que enfrentaba era la prisión o el fusilamiento.

En esta búsqueda de suicidios gatillados por la política, dejemos de lado aquellas muertes que pasan a la historia como actos heroicos, pues las protagonizaron militares en medio de una guerra.

Busquemos, en cambio, lejos de batallas y actos heroicos, a muertos por propia mano. En el trance de la caída de Montesinos y Fujimori, encontramos a un general en retiro que, aparentemente, se suicida y deja una carta de despedida el 1 de setiembre del 2002. Óscar Villanueva Vidal se habría matado porque no pudo soportar el juicio que enfrentaba por haber participado en la red de Montesinos. Días antes, el 23 de julio, se suicidó el coronel en retiro Francisco Núñez Vargas, que enfrentaba investigaciones por corrupción. La imaginación e indignación populares suelen enervarse ante el goce del poder, pero falta prestar más atención a la tragedia del poder.