Anteayer terminó oficialmente el largo período de cuarentena que atravesó el país a raíz de la emergencia por el COVID-19. Digo oficialmente, porque en la práctica solo quedaban cuatro gatos acatando el aislamiento social obligatorio a rajatabla. Hace semanas que las calles estaban llenas de peatones, comerciantes y carros.
Uno de los tantos eslóganes que acuñó el Gobierno durante la cuarentena –una producción prolífica sin duda– fue el de la ‘nueva convivencia’; sin embargo, el primer día del levantamiento del aislamiento trajo consigo algo bastante más parecido a la antigua convivencia que a una nueva normalidad.
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Básicamente, hemos vuelto a estar aplastados en las combis, apiñados en los paraderos y chocando unos con otros en los mercados, pero ahora con mascarillas mal puestas. La pregunta que se desprende naturalmente de esta situación es: ¿no pudo preverse?
Por ejemplo, el presidente Martín Vizcarra anunció anteayer un subsidio para el transporte público, con la intención de permitirles cumplir con la norma de usar solo el 50% del aforo de sus unidades. Sin embargo, quedan numerosas dudas sobre la implementación de esta medida que no parece tomar en cuenta la rampante informalidad en nuestro sistema de transporte. Y, sobre todo, queda claro que la medida llega tarde. Si esta recién va a empezar a ponerse en práctica con la cuarentena levantada, aun en el improbable escenario de que logre su cometido (alcanzar a todas las unidades de transporte público del país), tomará varias semanas en concretarse. Mientras tanto, cientos de miles de usuarios de buses y combis se expondrán a contagiarse de COVID-19 en espacios que son ideales para su transmisión.
El otro gran problema son las mascarillas. Como bien explicaba el presidente en su última conferencia, estas disminuyen drásticamente la probabilidad de contagio. Si es así, ¿por qué el Gobierno no se ocupó de que cada peruano tuviese mascarillas adecuadas y estuviese educado respecto a la manera correcta de utilizarlas y a la necesidad de hacerlo?
El ámbito político también parece haber regresado a su ritmo de antaño. El Congreso abusa de su potestad fiscalizadora al citar decenas de veces a los ministros a sus comisiones. No contento con eso, ahora parece haber adoptado la moda de convocar interpelaciones para temas que, o bien ya han sido respondidos públicamente numerosas veces, o bien ya han sido discutidos en las comisiones donde los titulares de las carteras han sido interrogados por horas.
Como cereza del pastel, vuelve también el viejo lobby de las universidades contra la Sunedu. El conflicto de interés de los congresistas vinculados a casas de estudio que no lograron el licenciamiento no les impide continuar con sus esfuerzos por petardear la reforma universitaria.
Por supuesto, la vieja normalidad también trae los clásicos casos de corrupción de siempre, esta vez de la mano de la secretaria general de Palacio, Mirian Morales, acusada de haber contratado personas vinculadas a su familia.
Así, esta reapertura del país parece ameritar desempolvar como eslogan la infame frase de Juan Carlos Hurtado Miller tras el ‘fujishock’: “Que Dios nos ayude”.
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