Bien pensado, la inmunidad que blinda a los congresistas contra procesos y arrestos le cuesta un ojo de la cara al Parlamento. (Ilustración: Giovanni Tazza/El Comercio)
Bien pensado, la inmunidad que blinda a los congresistas contra procesos y arrestos le cuesta un ojo de la cara al Parlamento. (Ilustración: Giovanni Tazza/El Comercio)
Fernando Vivas

"No se van a reelegir”, me dice un reformista político, con un suspiro, a propósito de los congresistas. Malpensado, espero que complete su idea diciendo que, por esa razón, son capaces de aprobar barbaridades. Pero el reformista me sorprende con una esperanza: “Por eso quieren dejar algo bueno, como acotar la inmunidad parlamentaria”.

Bien pensado, la inmunidad que blinda a los congresistas (art. 93 de la Constitución y art. 16 del Reglamento del ) contra procesos (a menos que fueran abiertos antes de asumir el cargo) y arrestos le cuesta un ojo de la cara al Parlamento.

Tratemos de calcular el daño ocasionado por el último caso conocido, el de , el chirriante general en retiro de APP, sentenciado el 27/8/2018 por apropiarse de gasolina del Ejército: la resurrección de la oprobiosa frase “otorongo no come otorongo”, seis meses de presiones y negociaciones non sanctas entre bancadas, otro paquete-bomba para la saturada Comisión de Constitución, un nuevo baldón para Fuerza Popular que ya no aguanta otro así nomás, y más desgaste para su atribulado vocero Carlos Tubino, que suma ahora pullas a su condición de militar en retiro.

Todo esto mientras los acuñistas de APP, los verdaderos correligionarios de Donayre, silban mirando al techo. (Los fujimoristas objetan que no hay sentencia firme, pues falta la segunda instancia, aunque el viejo código con el que empezó el caso no requiere de más).

Y esa es la historia, con más o menos ingredientes lastimeros, de la mayoría de los 151 pedidos de levantamiento de inmunidad desde 1851, de los cuales 113 se han hecho desde el 2001 (ver cuadro elaborado por la ONG Contribuyentes por Respeto con base en las tesis de L. Rosales Zavala y L. Gutiérrez Ticse).

Entre el 2005 y el 2006 hubo pequeñas reformas para acotar la inmunidad, permitiendo, al menos, que los procesos iniciados antes del mandato no se suspendieran o paralizaran mientras durara este.

Pero se ha mantenido incólume el blindaje ante procesos nuevos entablados una vez que el congresista asume (salvo que sean autorizados por el Congreso, lo que es otro parto de los montes) y ante arrestos (estos se permiten en casos de flagrancia, pero el congresista debe ser llevado al Congreso para que este confirme en 24 horas el levantamiento de su inmunidad). Tremenda lata.

¿Y si acotamos todo?

Me cuentan fuentes congresales que, en los encuentros de la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política que preside Fernando Tuesta la mayoría de bancadas, incluida la fujimorista, vio con buenos ojos la necesidad de acotarla. No habría consenso para anularla, como pide un proyecto de Patricia Donayre, de la nueva bancada Unidos por la República.

Donayre cree que en lugar de ponerle restricciones lo mejor es anularla. “El diablo está en los detalles”, me dice y, por lo tanto, mejor sería solo mantener el principio de ‘inviolability’, es decir, que no se pueda juzgar al congresista por sus votos u opiniones en el ejercicio de su función.

Ello incluye el vago concepto de delitos de función, que son los excesos que en su chamba fiscalizadora cometa el congresista. La inmunidad nació con sentido. En Francia y Gran Bretaña sirvió para defender a los parlamentarios o asambleístas de la injerencia real instrumentada a través de la justicia.

El mismo razonamiento puede darse hoy en democracias débiles donde tiranos o mafias podrían intrigar judicialmente contra los fiscalizadores de la oposición congresal. El ejemplo local que se suele dar es el de las denuncias que la mafia de Orellana hizo contra ‘Vitocho’ García Belaunde. Por todo esto, acotar la inmunidad sin desaparecerla podría ser una salida juiciosa y de consenso.

Contribuyentes por Respeto (CpR) colaboró en un proyecto de Edgar Ochoa, de Nuevo Perú, que plantea anular la inmunidad de proceso, mas no la de arresto, que solo se levantaría automáticamente para los sentenciados en casos de flagrancia.

Ese proyecto también permite que el congresista pueda renunciar a su inmunidad, cosa que hoy es prohibida. Los que dicen “soy el primer interesado en que se sepa la verdad, exijo que me levanten la inmunidad” están blufeando. (Hablé con los de CpR, y me dicen que su posición va más allá del proyecto de Ochoa y que la inmunidad de arresto debe ser más acotada aún).

Hablé con dos fujimoristas que me dijeron que si bien el tema no ha sido evaluado en ‘bankada’, habría receptividad para debatir una propuesta de acotar la inmunidad solo a delitos de función y considerando el permiso del Congreso solo para procesos surgidos cuando el congresista ya asumió el cargo.

Luz Salgado me confirmó que la inmunidad fue uno de los varios temas de los que conversaron con Tuesta y sus colegas, aunque el diálogo no era para establecer acuerdos ni mucho menos. En conclusión, la inmunidad, tal como hoy se concibe, podría reducirse dramática y felizmente.