Lurgio Gavilán, exsenderista y exmilitar, ha escrito “Carta al teniente Shogún”. (Foto: Raph Zapata)
Lurgio Gavilán, exsenderista y exmilitar, ha escrito “Carta al teniente Shogún”. (Foto: Raph Zapata)

En “Anatomía de un instante” (Mondadori 2009), Javier Cercas realiza una profunda reflexión sobre la transición española en base a una escena: la confrontación registrada por la televisión entre el teniente coronel Tejero y tres políticos en las Cortes de los Diputados durante el fallido golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Cuando leí el libro pensé cuál sería un instante de similar significado en nuestra historia política. Y mi respuesta siempre se asociaba a escenas televisadas, como el video Kouri-Montesinos por ejemplo.

La lectura de “Carta al teniente Shogún” (Penguin Random House 2019) de ha puesto de cabeza mis ideas de lo que puede ser ese tipo de instante. Puede serlo también un momento en las antípodas de lo público, un hecho sin registro visual, y no por ello menos capaz de interpelar, de construir empatía y ayudarnos a pensar el Perú.

El instante sobre el que se basa la carta es el momento en el que Shogún decide que Gavilán, un niño senderista cubierto de harapos, debe vivir. Alzando la voz entre las balas que acaban de diezmar una columna de , y contra lo que pedían soldados y ronderos, Shogún ordena el alto al fuego. Luego lleva al niño a vivir al cuartel y, a su manera, lo cuida en medio de la guerra.

Ese punto de partida le permite a Gavilán contarnos cómo llegó a ese momento, desde que su familia migra del Ande a la selva, la escuela pública como fuente de aprendizaje y a su vez de difusión de ideologías radicales, y sus días como combatiente de Sendero. Y lo que vino después, el Ejército, y, más importante, la vida que construyó.

Las reflexiones que cruzan la narración se centran en ese acto de generosidad. Y si bien les puede sonar exagerado decir que salvar a un joven rendido es un acto de generosidad, lo que Gavilán deja claro es que lo es pues él debía morir. Era lo que las tropas esperaban de Shogún. Era lo que Sendero Luminoso también hacía con sus prisioneros. Matar a ese monstruo cuya ideología impedía cualquier conciliación era lo que tendría que haber pasado.

Y no pasó. Disculpará J.K. Rowling el plagio del título de esta columna, pero no encuentro mejor manera de describir el poderoso documento que nos regala Gavilán. Ese niño no murió porque, por las razones que fueran, Shogún dudó, fue más allá de lo que se esperaba de él, y le dio una oportunidad. Salvó a un ser humano cuyas circunstancias previas no debían significar su condena. La actitud de Shogún sería más generalizada de lo que se conoce, pues otros oficiales también habrían rescatado a niños soldados.

Y Lurgio Gavilán vivió. Así, encontró a su familia, que creía muerta, estudió un doctorado en Antropología en México, se casó, tuvo dos hijas a las que describe con un cariño enorme, viajó y escribió. En resumen, construyó una vida hermosa.

El deseo del autor es que esa carta llegue a manos de Shogún para agradecerle, pues no conoce su nombre. Ojalá sea así. Pero la carta de ese niño que debió morir nos obliga a agradecerle a él, por enseñarnos tanto sobre su vida y la nuestra. Por mostrar los claroscuros de un conflicto donde por supuesto que hay víctimas y victimarios, fanáticos y autoritarios, pero también redenciones, perdones y generosidad. Instantes que deberíamos impedir que sean olvidados.