La tensión casi explosiva que vivimos mientras no sale el resultado final de las elecciones se explica en gran medida por lo que está en juego. De un lado tenemos grupos radicales que sienten que por fin llegaron al poder, así como la esperanza de una parte significativa de la población menos favorecida en un cambio que pareciera encarnado en un profesor de primaria nuevo en la política nacional; pero del otro lo que hay es la sensación angustiosa de que ese cambio lo que hará es deshacer todo lo que hemos avanzado en las últimas 3 décadas y retroceder 30 o 40 años como retrocedimos en los 70 y 80 a los niveles de ingresos de los años 50, y recién recuperamos el PBI per cápita de 1974 el año 2006, más de 30 años perdidos arruinando los proyectos de vida de muchos peruanos.
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Es la rebeldía frente a la eventualidad de que podamos terminar con más pobres aun en un país rico, parafraseando el muy efectivo lema de Pedro Castillo. Somos un país (potencialmente) rico porque tenemos minerales principalmente, porque en realidad tenemos muy poca área agrícola en comparación a los países desarrollados. Pero para que esos recursos naturales, esa riqueza potencial, se convierta en riqueza real y redistribuible, necesitamos inversión, nacional y extranjera. Principalmente extranjera porque los capitales requeridos son muy fuertes.
En eso habíamos avanzado estos últimos 30 años. Logramos crear un clima relativamente bueno para la inversión y por eso el porcentaje de pobres en nuestro país se redujo, como nunca en la historia, del 60% heredado de las políticas estatistas, al 20%, aunque el pésimo manejo económico de la pandemia nos haya regresado a un 30% de pobreza. Necesitaríamos repotenciar eso que hicimos bien y reformar profundamente el Estado y la formalidad, para acabar con la exclusión social y legal.
Pero lo que vemos son pugnas internas en Perú Libre en las que los cerronistas les recuerdan a los “invitados” que cualquier programa tiene que ajustarse al plan e ideario original, que –lo sabemos casi todos- llevaría a la catástrofe nacional.
Entonces lo que está en juego es demasiado grande como para que el Jurado Nacional de Elecciones se escude en formalismos para no revisar todas las actas denunciadas y no hacer acopio de todo el apoyo probatorio que puedan brindar el Reniec y la ONPE. En ningún caso se puede eludir la obligación de establecer si se ha producido o no una alteración de la voluntad popular y en qué medida, y menos aún en una situación como ésta. La verdad electoral es fundamental para legitimar el resultado electoral.
Y en la medida en que el ejercicio de la justicia electoral tome tiempo, lo que se requiere entonces es paciencia y calma hasta conocer el resultado final, que deberá ser respetado por ambas partes por supuesto. En ese sentido no caben proclamaciones prematuras ni tampoco salidas fuera del marco legal y constitucional. Atenerse a los principios constitucionales y a la ley es la única manera de aceptar el resultado final.
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