Los aportes de varios empresarios a la campaña electoral del 2011 y el ambiente electoral que empieza a calentarse han dejado poco espacio al debate de importantes desarrollos en el frente minero, responsable, según el Minem, del 10% del PBI peruano y del 60% de las exportaciones.
La comunidad legal internacional empieza a mostrar interés en un caso que, sin dramatismo y con precisión, se denominó una “invasión judicial”. La referencia corresponde a aquellos casos locales que han sido llevados a cortes extranjeras donde se encuentran domiciliadas las sedes centrales de compañías mineras con actividad en el Perú.
Esta semana, la New York State Bar Association (Nysba), el Estudio Olaechea, AmCham y Hogan Lovells organizaron una conferencia de discusión sobre este tema (en la que este columnista abordó el entorno político). Oliver Armas, expresidente de la sección internacional de Nysba, expresó su alarma ante este tipo de casos, que son claramente una invasión a la soberanía peruana.
Como se recuerda, este tipo de recursos tiene su origen en la fuga que tuvo lugar en una planta de fertilizantes en Bhopal, India, en 1984, cuando se demandó a la empresa estadounidense copropietaria de la planta en una corte neoyorquina. Desde entonces, han abundado. Los países han reaccionado de distintas maneras para proteger su soberanía.
En Perú, en 1995, un caso similar, iniciado en una corte de Texas, involucró a la compañía Southern, a pesar de versar sobre asuntos ocurridos en el país, ante el marco legal peruano. Ante la reacción activa del Ejecutivo, la corte estadounidense se inhibió de abordarlo, al reconocer la competencia e idoneidad de sus similares peruanos.
En 2007, fue admitida en Misuri (Estados Unidos) una demanda presentada en torno a la refinería de La Oroya. En años posteriores, casos similares se han dado en el Reino Unido y Alemania. Son procesos largos que nunca han garantizado la atención de quienes se manifiestan afectados.
El marco que regula la actividad minera (y la inversión extranjera en general) debería revestir un mayor interés de las autoridades locales. El caso de las industrias extractivas es fundamental, porque regula –debe regular– una relación entre empresas y comunidades que, al enmarcar una convivencia de largo plazo, debe estar basada en la confianza y el respeto.
La dejadez que permite el activismo legal de personajes que buscan ganar a río revuelto expone a la inversión minera no solo a una clamorosa inseguridad jurídica, sino que priva a las comunidades de la atención sostenible y oportuna de sus demandas y necesidades.
Aunque los tiempos recientes de fronteras porosas hagan pensar lo contrario, la soberanía –pilar fundamental del Estado moderno– tiene una importancia innegable en la promoción de un marco adecuado para las inversiones. El debate público que propicia el tiempo electoral debería abrir un espacio para este tipo de discusiones, en las que al Ejecutivo le corresponde ejercer un liderazgo que aún no ha mostrado.