Entre el desinterés del Congreso por los temas institucionales y los apremios de la crisis del coronavirus, será poco lo que quede de la reforma política. Ni siquiera sabemos cómo serán las reglas para este proceso electoral ni cómo impactarán en la calidad de la democracia en los próximos años.
Tal como va la cosa, parece claro que los partidos inscritos aprobarán no tener que adecuarse por esta vez a la ley de inscripción (tener 24.800 afiliados), así como suspender las primarias abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO), reemplazándolas por elecciones internas sea por delegados o mediante un militante un voto. Con lo cual, considerando que al no haber PASO no habrá filtro que reduzca el número de partidos que siguen en carrera, y que es ahora más fácil inscribir partidos nuevos –y hay varios tocando la puerta–, podríamos tener varias decenas de candidatos presidenciales. Por supuesto, no habremos depurado los falsos partidos.
Probablemente entonces el próximo Congreso estará casi tan fragmentado como este y el presidente de la República carecerá de mayoría en él. La gobernabilidad, por lo tanto, se verá complicada justo en el momento en que las demandas de la reconstrucción nacional exigirán tener un gobierno eficaz capaz de gestionarla y sacarla adelante.
En consecuencia, si vamos a suspender las reformas orientadas a consolidar un sistema de pocos partidos serios, deberíamos por lo menos aprobar las que propuso la Comisión de Alto Nivel para apuntalar la gobernabilidad. La más importante es la elección del Congreso junto con la segunda vuelta (o después de ella, como en Francia), para que el Ejecutivo tenga altas probabilidades de tener mayoría propia en el Congreso. Y haya menos bancadas en el Congreso.
En el caso, improbable, de que en un sistema como ese el Ejecutivo no consiga mayoría, debe tener poder de veto. Esto significa que la insistencia en las leyes observadas por el Ejecutivo tenga que aprobarse con los 2/3 del número legal de votos (como es en todas partes) y no solo con la mitad como es ahora. Así debería ser siempre.
La bicameralidad también ayudaría mucho a tener una democracia funcional y gobernable, pues produciría mejores leyes.
Pero de todas maneras se puede y debe avanzar con la mejora de los partidos si eliminamos el voto preferencial –para tener listas y bancadas más programáticas y menos clientelistas– y lo reemplazamos por distritos electorales más pequeños, en los que se elija a uno o dos congresistas por distrito. Lima tendría 18 o 36 distritos electorales. Sería el voto preferencial perfecto, con el añadido que sabré quién es mi representante y me podré relacionar con él, dándole carne y hueso a la democracia representativa, única manera de competir con la democracia directa y empobrecedora de las redes y las encuestas, o de ponerla a su servicio.
Si los partidos tuvieran ‘think tanks’ o centros de estudios, tendrían otro nivel. Se necesita “think tanks por impuestos” o que las empresas puedan hacer donaciones transparentes a los partidos, lo que ahora ha sido absurdamente prohibido.
Si todo esto se aprueba estos meses, nuestra democracia dará un salto cualitativo. Y este Congreso habrá pasado a la historia.
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