(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Erick Sablich Carpio

Al parecer no es suficiente castigo para el Congreso que el Poder Ejecutivo tenga la discrecionalidad de disolverlo cuando considere que le han denegado expresa, tácita o fácticamente la confianza en dos oportunidades, tal y como ha quedado establecido tras el fallo del Tribunal Constitucional que resolvió la demanda competencial planteada por Pedro Olaechea en representación del Legislativo. Tampoco que la reelección parlamentaria haya quedado absurdamente prohibida tras el referéndum de finales del 2018 (para ejemplificar el sinsentido de esta disposición, solo 4 de los 19 legisladores miembros del Congreso disuelto que postularon en las últimas elecciones alcanzaron una curul).

El rechazo ciudadano acumulado como consecuencia de la lamentable conducta de la mayoría parlamentaria en el extinto Parlamento y el evidente interés político de quienes han buscado capitalizar tal situación lo han convertido en el ‘punching bag’ de moda. Así, el Congreso no solo ha perdido legitimidad y aceptación popular, sino que ha quedado expuesto a cambios de diseño institucional que, de ser aprobados, lo seguirían debilitando como un poder del Estado que debe ejercer contrapesos frente a sus pares.

En efecto, la mayoría de partidos que llegarán al próximo Parlamento han postulado reformas que, de alguna u otra manera, suponen una disminución de las prerrogativas de los congresistas: rebajas de sueldos (porque ya hemos visto las bondades que recortar salarios a altos funcionarios trae al sector público), revocación del mandato, renovación por tercios y eliminación de la inmunidad parlamentaria, entre las más comunes.

De estas propuestas, la eliminación de la inmunidad parlamentaria contaría con la mayor cantidad de adhesiones. Acción Popular, Alianza para el Progreso y el Partido Morado, potenciales aliados en una Mesa Directiva, se han mostrado favorables al cambio. También lo ha hecho el Frente Amplio, y agrupaciones como Podemos Perú o Somos Perú han sugerido revisar la figura. Por el lado del Ejecutivo, durante la campaña, el presidente Vizcarra instó a la población a “escoger bien” y, en esa medida, a votar por candidatos que “trabajen para combatir la corrupción, que trabajen para eliminar la inmunidad parlamentaria [...]”. Si el 78% de la población está a favor de eliminarla y solo el 12% y 6% consideran que debe reformarse o mantenerse, respectivamente (encuesta de Ipsos publicada a fines de noviembre en El Comercio), ¿cómo desoír lo que quiere la mayoría?

La inmunidad parlamentaria tiene, sin embargo, una razón de ser: impedir que se afecte el normal funcionamiento de los congresistas y del Parlamento en general con acusaciones o detenciones de carácter político. La discusión sobre su potencial eliminación, por ende, merece más reflexión y menos reflectores. Que una mayoría difícilmente repetible haya abusado de la figura no significa que esta carezca de lógica o que los excesos puedan provenir del otro lado, como nos haría recordar un repaso de los 90 o los últimos años de Venezuela.

La Comisión de Reforma Política ha sugerido ajustes sensatos para prevenir que el Congreso utilice la inmunidad parlamentaria como herramienta de impunidad. El camino va por ahí, no por aumentar los riesgos de abusos contra el Legislativo.