El voto preferencial fomenta la lucha entre los candidatos del mismo partido, opaca al candidato presidencial, mina la lealtad de los congresistas a la organización, y es una puerta de entrada al financiamiento ilegal o mafioso. En la disciplinada Fuerza Popular es hoy la bandera de los que serían apartados por la estrategia electoral, que solo buscarían su interés. En el Apra, de los viejos conocidos, de la propia cúpula.
Pero cuando se instauró, la idea era balancear el poder de las cúpulas partidarias dándole al elector la capacidad de decidir el orden de las listas según la cantidad de votos recibida por cada candidato. Por eso, es claro que no se puede eliminar sin fortalecer la democracia partidaria.
Pero hay aquí una petición de principio: en realidad, para que haya democracia interna tiene que haber partidos, y es eso justamente lo que no hay. Quizá entonces la exigencia de democracia interna sea la valla estructural perfecta para reducir el número de partidos. No la cantidad de firmas (absurdamente elevada), sino la obligación de elegir a los candidatos en procesos democráticos organizados o supervisados por la ONPE. Quedarían muy pocos.
Pero hay algo más. Recordemos que el voto preferencial apareció por primera vez con la elección de la Asamblea Constituyente en 1978. Allí el distrito electoral era único, nacional, y cada partido presentaba una lista de 100 candidatos. Pues bien, se estableció que los electores debían obligatoriamente seleccionar a uno de los 100 candidatos de la lista de sus simpatías. Era una manera no solo de controlar el orden impuesto por el partido sino también de permitirle al elector que escogiera su representante en medio de una lista grande, impersonal, abstracta. Y luego se aplicó en las elecciones sucesivas de manera opcional y pudiendo seleccionar a dos candidatos. Pero siempre en el marco de distritos electorales plurinominales, donde el elegido no sabe realmente quiénes son sus electores y donde el elector se olvida a la larga de por quién votó aunque cuando vota tiene la ilusión de estar escogiendo su representante.
Por eso, si se le retira al elector la prerrogativa de ejercer el voto preferencial, esta le debería ser devuelta en distritos uninominales o binominales. Pues el mejor voto preferencial es el que se ejerce en distritos electorales pequeños en los que se elige a solo uno o dos representantes. Esos sí son claramente representantes directos del elector, quien puede establecer una relación cara a cara con él o ellos. La democracia representativa se vuelve así real, de carne y hueso, exigente y funcional para transmitir quejas y pedidos.
Si la eliminación del voto preferencial despoja al ciudadano de la ilusión de haber escogido a su representante, el distrito uninominal o binominal le devuelve no una ilusión sino una facultad efectiva de elegir a un representante real.
Pero, además, distritos uninominales o binominales ayudan a reducir el número de partidos, y a volverlos más horizontales y democráticos. Por eso, en el supuesto cada vez más remoto de que se elimine el voto preferencial, el siguiente paso sería reducir el tamaño de los distritos electorales, aunque ello requiera, según algunos, una modificación constitucional.
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