Marcela se despierta todos los días a las cinco de la mañana. A esa hora, el Centro de Lima está aún casi desierto, y las sombras de los edificios históricos se alargan mientras el sol despunta lentamente. Como cada mañana, Marcela empuja su carrito hasta su puesto habitual en la calle. Llena de juguetes chinos, sus productos esperan compradores en una ciudad que nunca deja de estar en movimiento. Pero antes de comenzar a vender, ella debe cumplir con un ritual que ya no le causa sorpresa: darle un sol al sereno. Sin ese pago, sabe que los inspectores municipales llegarán sin remordimiento, y su mercadería —su sustento— podría desaparecer sin rastro.
“Es una inversión”, dice con una mezcla de resignación y pragmatismo, mientras observa cómo sus otros amigos también abonan lo suyo a quien recauda las monedas. “Al final, no es tanto”.
A pocas cuadras, en las afueras de la Corte Superior de Justicia de Lima, Abelardo, un anciano de 70 años, lleva consigo un sobre en el bolsillo de su chaqueta. Dentro, tiene lo que llama “su seguridad”: el dinero que entregará a un abogado y a un tramitador para acelerar su pensión de jubilación, un derecho que debería haber recibido hace una década.
“Ya no tengo tiempo para pelearme con el Estado. Ellos hacen que esto vaya más rápido. No sé cómo, pero funciona”, dice mientras se sienta en una banca, con el periódico bajo el brazo. El trato ya está cerrado: pagar a cambio de agilidad.
Como Marcela, Abelardo ha aprendido a navegar en el sistema con lo que tiene a mano, sabiendo que, quizás lo que hace no es la solución ideal, pero es la única que le queda.
Estos escenarios, que podrían parecer anecdóticos, están lejos de ser excepcionales. Más bien, son la norma silenciosa de un país que ha integrado la microcorrupción en su cotidianidad, como el aceite invisible que engrasa las ruedas oxidadas de una máquina institucional que amenaza con detenerse sin previo aviso.
Lo que para muchos son pequeños pagos, trámites “agilizados” o favores a funcionarios, son en realidad los ladrillos de un sistema informal que refuerza la desigualdad y la desconfianza en las instituciones públicas. Se llama corrupción. Y estos pequeños ejemplos conforman el primer nivel de un delito aborrecido en nuestro país.
La corrosión diaria: ¿Qué es la microcorrupción?
En el lenguaje burocrático, el término “corrupción” suele evocar imágenes de políticos comprando mansiones en el extranjero, empresarios sobornando a jueces o enormes sumas de dinero escondidas en paraísos fiscales. Sin embargo, la microcorrupción —esa hermana menor, aparentemente inofensiva— se cuela en la vida diaria de manera casi imperceptible. Es el sol que Marcela paga al sereno, o el billete que Abelardo entrega al tramitador. Son acciones pequeñas, pero con efectos colosales.
La microcorrupción, según define Transparencia Internacional, se refiere a los actos de corrupción cometidos en el nivel más bajo del aparato estatal, donde ciudadanos y funcionarios interactúan por servicios básicos. Este fenómeno se alimenta de la desesperación y la falta de opciones: trámites eternos, procesos burocráticos enredados, y un sistema que parece diseñado para ralentizar la entrega de servicios y el acceso a la justicia.
De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), en 2018, un 4,8% de las personas que realizaron algún trámite público admitieron haber pagado una coima, ya sea solicitada o voluntaria. La Policía Nacional del Perú encabeza esta sombría lista, con casi 377.000 casos reportados en ese mismo año. Las municipalidades provinciales y distritales también forman parte de este ranking.
A nivel sociológico, el politólogo Jaris Mujica lo explica así: “La microcorrupción no es menos relevante porque involucre montos pequeños. En realidad, son estos actos cotidianos los que sostienen un sistema de poder informal que, aunque no deja grandes rastros en los bancos ni en los registros oficiales, genera un impacto profundo en las dinámicas sociales”. En otras palabras, la microcorrupción es el oxígeno que mantiene con vida a las redes de complicidad dentro de las instituciones públicas.
"Los ciudadanos buscan soluciones rápidas, aunque eso implique contribuir a un ciclo de corrupción que erosiona lentamente las instituciones”.
Almendra Rodríguez , investigadora de la Red de Estudios para el Desarrollo (REDES).
Las razones detrás de esta aceptación son múltiples, pero la más evidente es la ineficiencia del Estado. Según Almendra Rodríguez, investigadora de la Red de Estudios para el Desarrollo (REDES), “en el Perú, las personas se ven forzadas a recurrir a estos pagos porque el sistema está diseñado para frustrar, no para resolver. Los ciudadanos buscan soluciones rápidas, aunque eso implique contribuir a un ciclo de corrupción que erosiona lentamente las instituciones”.
Normalizando la microcorrupción
En Perú, la microcorrupción ha dejado de ser vista como una excepción o un recurso desesperado. En cambio, ha sido interiorizada como una práctica rutinaria y crónica, al punto de que muchos de los que participan en estos actos no se perciben como corruptos.
Según Jaris Mujica, la microcorrupción es tan habitual que ya no genera ganancias sustanciales para quienes la practican. Al contrario, muchas veces implica un gasto personal de los mismos funcionarios, quienes deben invertir pequeñas sumas para mantener lubricadas las redes informales que sustentan su posición en el sistema.
“La microcorrupción se mueve en pequeñas cantidades, que van desde uno o dos soles, y rara vez superan unos cientos. Este dinero, al no pasar por vías bancarias ni dejar registros formales, crea una economía subterránea".
Jaris Mujica , politólogo.
“La microcorrupción no moviliza grandes sumas de dinero”, señala Mujica. “Por el contrario, se mueve en pequeñas cantidades, que van desde uno o dos soles, y rara vez superan unos cientos. Este dinero, al no pasar por vías bancarias ni dejar registros formales, crea una economía subterránea, aunque difícilmente permite el ahorro o el enriquecimiento personal”.
En efecto, estos pagos no buscan el lujo ni el beneficio personal desmesurado. Lo que buscan es la supervivencia dentro de un sistema que ha normalizado la corrupción a pequeña escala.
Este patrón se ha repetido con tanta frecuencia que ha dado lugar a un círculo vicioso: los funcionarios y ciudadanos ven en estos pequeños actos de corrupción una forma de “aceitar” el sistema, mientras que las instituciones públicas, cada vez más debilitadas, dependen de estas prácticas informales para mantenerse en funcionamiento. Así, la microcorrupción se convierte en una estrategia de resistencia ante la precariedad institucional, pero también en una trampa que perpetúa esa misma precariedad.
"No es una cuestión de enriquecerse, sino de sostenerse en un sistema precario y fracturado”.
Jaris Mujica , politólogo.
Las redes informales que surgen de la microcorrupción no solo son económicas, sino también sociales. “Estas prácticas generan vínculos de complicidad”, continúa Mujica, “que permiten a los funcionarios mantenerse en sus puestos, recibir pequeños beneficios o asegurarse de que otros les deban favores en el futuro. No es una cuestión de enriquecerse, sino de sostenerse en un sistema precario y fracturado”.
La trampa invisible: ¿Cómo evitar la microcorrupción en la vida diaria?
Evitar caer en la microcorrupción no es tarea fácil cuando el sistema parece diseñado para empujar a los ciudadanos hacia ese camino. Sin embargo, hay formas de romper con este ciclo pernicioso.
El primer paso, aunque suene obvio, es reconocer que la microcorrupción no es una “solución”. Si bien puede parecer que agiliza los trámites o resuelve problemas inmediatos, a largo plazo perpetúa la ineficiencia y la injusticia.
Junto a ello, se debe tener en cuenta cuáles son las consecuencias de este tipo de prácticas.
“Nuestro Código Penal prescribe penas privativas de libertad por ofrecer sobornos que van desde los 2 a 15 años aproximadamente, inhabilitación y/o restricciones”.
Claudia Lisseth Susano Morante , abogada especialista en Derecho Penal y Contrataciones Públicas, socia del estudio SSL ABOGADOS SCRL.
“Nuestro Código Penal prescribe penas privativas de libertad a funcionarios y servidores públicos, es decir a quienes cometan delitos de función y tengan esa condición especial y en el caso de extraneus (particulares) penas privativas de libertad por ofrecer sobornos que van desde los 2 a 15 años aproximadamente, inhabilitación y/o restricciones”, explica Claudia Lisseth Susano Morante, abogada especialista en Derecho Penal y Contrataciones Públicas, socia del estudio SSL ABOGADOS SCRL.
Bajo esa misma línea, es importante tener conocimiento e información sobre la microcorrupción. Muchas personas no conocen los tiempos legales que ciertos trámites deben respetar o no saben que existen oficinas de apoyo para ciudadanos. Informarse sobre los derechos en cada proceso es crucial para no caer en la trampa del soborno.
Por otro lado, la denuncia y participación activa de la ciudadanía también son puntos clave para no caer en esta práctica. Y es que, aunque, denunciar un acto de corrupción puede parecer intimidante, existen formas seguras de hacerlo. En Perú, las denuncias anónimas a través de plataformas como la Procuraduría Anticorrupción permiten reportar estos actos sin temor a represalias.
Además de ello, fomentar la cultura de la integridad desde el hogar hasta las escuelas es clave para cultivar una cultura que valore la honestidad y rechace la corrupción en todas sus formas. Hablar abiertamente sobre la microcorrupción y su impacto en la sociedad puede ayudar a generar conciencia y cambiar la percepción de que estas prácticas son inofensivas.
Así se comete microcorrupción
Identificar cuándo se está cometiendo una microcorrupción y cuándo no, ayudaría mucho en el proceso de erradicar esta práctica. En ese contexto, un estudio presentado por Proética en el año 2022 enumera algunos casos de microcorrupción que pueden ser de utilidad para quienes no deseen caer en ella.
Además de los ejemplos más conocidos como dar una coima a un policía o pagar “propinas” al personal de salud para obtener atención médica, la microcorrupción se extiende a muchos otros rincones de la vida cotidiana. Es común pagar extra a un funcionario municipal para agilizar la emisión de una licencia de funcionamiento, o incluso darle una propina al conductor del transporte público para subir sin pagar el pasaje completo.
En las interacciones diarias, los pequeños favores a cambio de dinero o privilegios se normalizan, como cuando se ofrece un soborno a un inspector de tránsito para evitar una multa, o cuando un conocido intercede para que un familiar obtenga una beca o ingreso preferencial a una universidad.
Otro ejemplo claro, podría ser, un escenario supuesto en el que una persona no ha pagado su servicio de luz y los técnicos vienen a cortarle la energía y para evitar ello, el titular o un familiar de esta persona le ofrece una propina; o en otro caso, cuando te instalan el servicio de cable pero te ofrecen unos canales más por un estipendio adicional a los técnicos.
En un edificio, las normas establecen que las áreas comunes del departamento solo pueden ser separadas una vez al mes por un propietario, pero la junta directiva autoriza a una amistad suya el uso del espacio común en más de una oportunidad rompiendo las reglas y abusando de su poder, este es otro escenario que podría considerarse como un caso de microcorrupción teniendo en cuenta que estos actos no necesariamente suponen una ganancia económica, sino una reivindicación para situarse en el poder, planteada por Mujica.
En el ámbito laboral, la microcorrupción se cuela en las oficinas públicas. Se paga a un guardia de seguridad para que permita estacionarse en zonas prohibidas o se soborna al encargado de registro civil para acelerar trámites como la obtención de un pasaporte. A menudo, los regalos o “incentivos” a los docentes no se ven como corrupción, pero entregarlos para garantizar una mejor nota o trato preferencial perpetúa el problema. Lo mismo ocurre cuando se paga extra para que los inspectores de seguridad pasen por alto irregularidades en una construcción o cuando se ofrece una gratificación a un oficial de aduanas para que permita la entrada de productos sin revisión exhaustiva.
La microcorrupción también se manifiesta en acciones más sutiles pero igualmente dañinas. Comprar productos sin boleta en tiendas informales para evitar el pago de impuestos contribuye a un sistema informal que evade responsabilidades fiscales. Pedirle a un médico que extienda una licencia médica injustificada, pagarle a un servidor público para aprobar inspecciones técnicas o solicitar a un inspector que ignore irregularidades en obras civiles son prácticas que parecen pequeñas, pero que refuerzan una red de corrupción silenciosa. Incluso en el Poder Judicial, la microcorrupción se presenta cuando un conocido intercede para acelerar la resolución de un caso o hacer que una multa de tránsito desaparezca del sistema.
Todas estas prácticas, por mínimas que parezcan, no solo son actos de corrupción, sino que reflejan cómo estas costumbres se han interiorizado al punto de volverse crónicas. Son pequeños actos que no necesariamente generan grandes ganancias para quienes las practican, pero que refuerzan la idea de que el sistema solo funciona cuando se lubrica con dinero o favores.
“Es un comportamiento socialmente aprendido, se inicia desde la temprana edad, desde que tu padre o madre te incitan a entregar un regalo a tu profesor ya sea para congraciarte o mejorar tus notas, ahí se evidencia la microcorrupción".
Claudia Lisseth Susano Morante , abogada especialista en Derecho Penal y Contrataciones Públicas, socia del estudio SSL ABOGADOS SCRL.
“Es un comportamiento socialmente aprendido, se inicia desde la temprana edad, desde que tu padre o madre te incitan a entregar un regalo a tu profesor ya sea para congraciarte o mejorar tus notas, ahí se evidencia la microcorrupción. Mí opinión está dirigida a un cambio de enfoque tradicional, enseñar a nuestros niños y jóvenes que esas conductas son negativas y que nos conducen a problemas a gran escala en la edad adulta, porque sentirnos cómodos corrompiendo es una situación que compartimos desde nuestros primeros años y que puede volverse crónico”, señala Susano.
La microcorrupción es, en esencia y lamentablemente, una solución temporal a problemas estructurales profundos. Reconocerla y evitarla no solo es un acto de responsabilidad individual, sino también un paso necesario para transformar un sistema que se ha acostumbrado a funcionar en la sombra de estos pequeños pagos.
“Es cierto que hay más corrupción en países latinoamericanos, porque nuestro sistema cultural es más permisivo a ese tipo de conductas, por haberlas repetido desde la infancia, la misma idiosincrasia ha permitido que faltemos a nuestros juramentos y valores éticos, pero puede haber solución con las charlas de socialización, impactando no solo a las mentes de los niños sino de la gente mayor con los escenarios que nos presenta día a día la televisión y que la cárcel es un lugar real y que puede suceder si probamos actos de corrupción”, finaliza la abogada especialista.
Al final, cada sol entregado de manera ilícita no es solo una transacción, sino un pago silencioso en el desgaste de la confianza, tanto pública como personal. Cuando caiga la noche, Marcela ya habrá separado la moneda que usará al día siguiente para asegurarse su espacio en la calle, y Abelardo tendrá listo el próximo pago para agilizar su trámite, resignado a que es la única vía que conoce. Ambos seguirán atrapados en un ciclo que, como la propia microcorrupción, parece no tener fin. Y mientras las monedas sigan circulando en las sombras, la pregunta que queda es: ¿quién detendrá el engranaje, si cada uno de nosotros lo sigue poniendo en marcha?