"Adentro y afuera", por Carlos Galdós. (Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
"Adentro y afuera", por Carlos Galdós. (Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
Carlos Galdós

Hace diez días no estoy ‘adentro’, me he tenido que borrar del mapa local, de las noticias siempre malas, de las desgracias que a diario publican los diarios, de los políticos mañosos que zafan escurridizamente de la pregunta incómoda. Me he desconectado de la mala onda de las redes sociales y sus opinólogos, de los comentarios ofensivos, intolerantes, discriminadores y hasta a veces sectarios de aquellos que no están de acuerdo con lo que ellos creen es ‘lo normal’. ‘Adentro’ me mentan la madre cuando en mi auto decido no pasar volando la luz ámbar; o si estoy en rojo y no acelero en el acto me cae un bocinazo de padre y señor mío. Aquí ‘adentro’, o sea en mi casa, en mi ciudad, en mi país, en home sweet home, nadie me pregunta por mi familia o por los demás. Allá en el lugar donde vivo nos miramos mal entre nosotros. Aquí donde he venido hasta se nos aguan los ojos de la alegría al reconocer un compatriota, porque los peruanos tenemos esa capacidad para reconocernos a leguas cuando no estamos en nuestro terruño. Sin embargo, en casa nos ignoramos.

Estoy en ‘gringolandia’ por motivos poco gratos que no vienen al caso, esperando que cada día pase más rápido que el anterior, con la única expectativa de cerrar un capítulo personal, lejos de mi familia. Me siento ‘afuera’ de todo lo que me cobija en Lima; sin embargo, así como alguna vez alguien me dijo “la sangre llama”, a nosotros los peruanos cada vez que estamos en el extranjero “la nacionalidad nos llama”. Lo mejor es cuando el afecto no viene desde el pantallazo de la tele o el trabajo público, sino desde la piel, la intuición. ¿Qué será eso que tenemos los peruanos que nos hace identificables entre nosotros? Ni bien bajé del avión en el aeropuerto de Houston, con una sed de los mil demonios y frente a una máquina de gaseosas que no acepta mi tarjeta de crédito, un señor me toca la espalda y me dice “¡Perú!”. Volteo, se ríe. Yo, embriagado en vanidad, pienso que me ha reconocido y, mientras le sonrío, él saca dos billetes de dólar, los mete a la máquina, aprieta el botón de la botella de agua que yo también quiero pero no puedo comprar, voltea y me la da. Le agradezco y espero en el acto la fotografía de rigor y, en vez de eso, pasa algo que en Lima sería motivo de sospecha: me pregunta de qué parte de Lima soy (es decir, no tiene ni idea que soy quien yo creo que soy). Aquí ‘afuera’ de Perú somos solidarios. Luego de una breve y diplomática conversa, el señor me cuenta que trabaja en el aeropuerto y justo es su turno de salida. Me pregunta dónde me voy a hospedar y me ofrece pegarme un aventón. Es decir, no solo me subvenciona la sed, sino también el transporte, además de regalarme un poco de fe en la humanidad. No es un caso de peruano exitoso que se hizo rico en EE.UU., se trata más bien de uno de los tantos compatriotas que en el gobierno de Fujimori salió despavorido de la patria y ahora a pulso se gana el día a día. El esfuerzo que siempre da frutos le permite hoy vivir dignamente.

Aquí ‘afuera’, cuando dices Perú la gente sonríe, exclama con gestos de admiración. Nadie se preocupa si Toledo se ha fugado, si Fujimori sale o no de cana, o si Ollanta y Nadine saldrán de la prisión preventiva. Esos temas no son la prioridad. Aquí, a lo lejos, la gente te habla de su barrio, de su esquina, de su trabajo, te pregunta si conoces a la familia tal. Aquí ‘afuera’ nadie me ha mentado la madre por respetar el semáforo, menos aún me han dicho pituquito por vivir en San Isidro. Compartí dos tardes completas con Roberto Calderón, quien organizó una parrilla con limeños del Rímac, Callao, San Juan de Lurigancho, Miraflores y este pechito linceño de corazón con residencia al costadito nomás en San Isidro. Hemos chupado cerveza que no emborracha, escuchado Camagüey y comido hamburguesas para microondas metidas a la parrilla por el solo gusto de dar la contra. Aquí ‘afuera’ los peruanos nos portamos como deberíamos hacerlo allá ‘adentro’ en nuestra propia casa.

Esta columna fue publicada el 29 de julio del 2017 en la revista Somos.

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