"Qué raros somos", por Carlos Galdós. (Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
"Qué raros somos", por Carlos Galdós. (Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
Carlos Galdós

He intentado varios adjetivos al momento de llegar a estas líneas. Todos ofensivos, así que prefiero –por cautela y en homenaje a los vientos de conciliación nacional que hoy circulan en el ambiente– comenzar esta columna pensando que somos raros los peruanos, somos raros o idiotas, somos raros o desmemoriados, somos raros o tetudos, somos raros o compasivos. Somos raros los peruanos o yo soy muy rencoroso, no lo sé. Me quedo con lo más amable: raros.

En las últimas elecciones, cuando todos nos enteramos de que Kenji Fujimori resultó elegido el congresista con mayor votación, inmediatamente hubo una especie de espanto nacional. Los memes no se hicieron esperar y todos hacían referencia a sus pocas luces para ocupar el cargo. ¿Cómo es posible que el pueblo elija así, si con las justas sabe sumar con los dedos, etc., etc.? Hoy, después de una serie de tuits en los que muestra su disconformidad con su bancada, una muy bien manejada estrategia de comunicación y unas cuantas visitas al enemigo acérrimo de su padre –qu,e dicho sea de paso, ahora es su vecino en la ‘cana’–, Kenji Fujimori se ha elevado –a decir de la ciudadanía– a nivel de estadista. Hay quienes, muy animados, están asegurando que podría ser el próximo presidente del Perú (no me sorprendería). Y lo único que ha hecho el engreído de Alberto Fujimori es decir todo el tiempo que “hay que tender puentes”. Esas cuatro palabras le han bastado para meterse al bolsillo a la gente. Quiere tender más puentes que Castañeda y en un exceso de ánimo, sin análisis alguno, se solidariza con Ollanta Humala; es decir, se solidariza con la corrupción. Y la gente aplaude. Somos raros los peruanos: de ser tratado como un enano mental, ahora –a pulso de repetir cuatro palabras en cuanta tribuna se presenta– resulta que es una lumbrera.

En los dos meses que acabo de cumplir en radio Capital como conductor del noticiario de la mañana, lo único que he escuchado cada vez que he abierto la línea telefónica y preguntado sobre Humala ha sido “es un ladrón, un asesino, un delincuente, un vendepatria, un pisado, un bueno para nada” y un largo etcétera con alto contenido ofensivo. Hoy lo tenemos guardadito con prisión preventiva y, de pronto, una corriente de conmiseración ha convertido a mis rabiosos oyentes en nobles mensajeros de la paz. “Pobre Ollanta, no le deberían hacer eso si tiene familia”. Intenté polemizar con una oyente explicándole que la justicia no se puede impartir desde esos argumentos, porque, si lo hiciéramos, las cárceles estarían vacías y, además, eso es algo en lo que él y su esposa debieron pensar antes (en sus hijos). “Ojalá no te pase nunca a ti, Galdós, lo que les está pasando a ellos”. No, señora, a mí no me pasará jamás porque yo no le meto la mano al bolsillo a nadie. Somos raros, pedimos castigo, estamos a punto de conseguirlo y ahora queremos que le hagan ‘cuchi cuchi’.

Estaba esperando la luz verde del semáforo en la calle Las Begonias, en San Isidro, cuando de pronto veo a un tipo correr con una cartera entre las manos. La gente grita “¡ratero! ¡ratero!”. Solidariamente, un par de personas persiguen al carterista y lo agarran. Llega el serenazgo, el ‘choro’ se pone a llorar, dice que tiene hijos, que su mamita está con cáncer y los mismos que gritaban “¡agárrenlo!” comenzaron a decir “pobrecito, lo hace por necesidad, déjenlo ir”. 

Tal vez ese sea nuestro principal problema, que los peruanos somos sumamente emocionales, puro ‘bobo’, harto corazón, y nos agarran siempre de cojudos: somos raros los peruanos.

Esta columna fue publicada el 22 de julio del 2017 en la revista Somos.

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