Agitadora cultural, escritora rabiosa, pionera feminista. Con ustedes, George Sand.
Agitadora cultural, escritora rabiosa, pionera feminista. Con ustedes, George Sand.
Renato Cisneros

¿No poner nada del propio corazón en lo que uno escribe? No lo entiendo en absoluto, pero en absoluto. A mí me parece que no se puede poner otra cosa […]. En fin, no darse entero en la propia obra me parece tan imposible como llorar con otra cosa que con los propios ojos o pensar con otra cosa que con el propio cerebro. ¿Qué ha querido decir? Ya me responderá cuando tenga tiempo”.

Las preguntas las hace George Sand a Gustave Flaubert, quien en una carta previa le ha confesado: “Siento una repulsión invencible a poner sobre el papel cualquier asunto de mi corazón”. La maravillosa correspondencia –recogida en libro por la editorial Marbot–, además de evidenciar el mutuo cariño y admiración que sentían dos personajes opuestos casi diametralmente en sus concepciones artísticas, revela el carácter moral de ambos, siendo a la larga más interesante la figura de Sand. Como bien indica en el prólogo el filósofo André Comte-Sponville, Flaubert tenía un genio literario más dotado, pero era Sand quien encarnaba más cabalmente la sabiduría humana.

Las vanguardias feministas tienen en Sand una precursora insuficientemente reconocida. Su nombre real, como se sabe, fue Aurora Dupin, pero adoptó el seudónimo masculino para hacerse visible en el circuito literario francés del XIX, donde las mujeres no tenían cabida. Al mismo recurso recurrieron en Inglaterra las hermanas Brontë, haciéndose pasar por ‘los hermanos Bell’. Antes ya lo había hecho Jane Austen, y lo harían después muchas otras poetas y narradoras que escapaban del prejuicio usando alias o colocando sus iniciales. Un caso singular es el de la francesa Colette, autora de la famosa novela Gigi, quien firmó sus primeros libros no con seudónimo sino con el nombre de su primer marido, Henry Gauthier-Villars, autor de novelas de pésima calidad, quien solo ‘conoció’ el éxito suplantando a su esposa.

De todas esas escritoras, George Sand no solo fue la más prolífica –escribió 140 novelas–, sino la más audaz. Además de llamarse como hombre, desde chica decidió actuar como tal. Llevaba pantalones y levita, fumaba puros, montaba a caballo y acudía a las tertulias bohemias. Dejó de vestirse así a los 18 años, tras su matrimonio con el barón Casimiro Dudevant, pero poco después retomó el hábito. Tanta excentricidad le valió rumores de lesbianismo, rumores que acabarían diluyéndose con la progresiva alternancia de sus amantes, muchos de ellos escritores, como Jules Sandeau, de quien tomó el nombre para componer su seudónimo; o Prosper Mérimeé, autor de Carmen, novela inmortalizada en la ópera de Bizet; o Alfred de Musset, su tormentoso romance en el verano de 1833.

Su pareja más importante, sin embargo, fue Federico Chopin, seis años menor que ella, a quien conoció gracias a su amigo el compositor húngaro Franz Liszt, poco después de divorciarse del barón Dudevant. La relación con Chopin duró once años, durante los cuales George Sand lo inspiró, lo cuidó y lo llevó de paseo cada verano a los campos de Nohant, su refugio predilecto. El pianista compuso sus mejores preludios y sonatas bajo el amparo de Sand. Cuando Chopin enfermó de tuberculosis, la pareja –junto con los dos hijos de Sand– se trasladó a Mallorca, donde pasaron un invierno terrible debido al clima y los actos discriminatorios sufridos por parte de los lugareños (en octubre del 2018 se subastó en miles de euros la carta donde Sand despotrica de los españoles diciendo: “España es una nación odiosa. Un país de devotos, de incultos y de radicales como en los tiempos de la Inquisición. No hay en ella amistad, ni fe, ni honor, ni entrega, ni sociabilidad. Oh, miserables, cómo los odio y desprecio”).

Alguna vez alguien definió a Aurora Dupin diciendo “no es un hombre ni una mujer, sino un ser que piensa”. Son precisamente sus pensamientos, vigentes y notablemente expuestos en tantas cartas y novelas, los que la salvan del olvido al que ella se creía destinada. “Albergo la sospecha de que dentro de cincuenta años nadie se acordará de mí”, le escribió a Flaubert. Qué equivocada estabas, Aurora, qué felizmente equivocada. //

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