Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.
Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.
En sus versos, John Donne resumía una verdad universal predicada desde los días de Jesucristo: todos somos uno y uno somos todos. Solo que no lo pudimos ver, o no lo quisimos ver, hasta ahora.
Ahora que la humanidad se confina en conjunto y en su totalidad para protegerse de esta amenaza invisible, recién hemos entendido que si no remamos todos hacia la misma dirección, no llegamos a ningún puerto a salvo; que si todos, en una tarea global, no nos cuidamos y cuidamos la Tierra, seguiremos ocasionándonos pandemias y desastres.
Ya nos dimos cuenta de que podemos vivir sin lujo, sin carros, sin ropa de marca, sin colección de carteras, sin el maquillaje de Kylie, sin los bailes de TIK TOK; y que realmente lo único que importa es nuestra salud e integridad, la de todos.
Ya nos dimos cuenta de que la familia es lo primero, la de origen o la escogida; que lo que importa al final del día es la seguridad de que todos estén bien, es el amor que se transmite con o sin contacto, es el saber que, aunque puedo estar solo en mi casa físicamente, al otro lado de las pantallas –gracias, Zoom– están los que me quieren y a los que quiero.
Ya nos dimos cuenta de que lo que vale es la calma, la paz de mi mente, y no el cuerpo que trabajo obsesivamente para que parezca de instructor fitness; que necesitamos aprender a convivir con nuestro silencio para no ahogarnos en la bulla de nuestra cabeza.
Creo que de alguna forma estaba preparada para esto. Desde que decidí cambiar por completo de rumbo me fui también convirtiendo en una persona cada vez más solitaria y confinada en su casa. Dejé de asistir a eventos públicos, que eran pan de cada día cuando trabajaba en moda, para no salir prácticamente a nada más que al cine o cenar en familia; dejé de comprar cosas que no necesitaba y a vestirme siguiendo una sola premisa: mi comodidad; dejé de buscar la felicidad en el afuera para comenzar a mirar dentro.
Ese proceso dolió, dolió tanto –gracias, Audrey, por eso–, que encontré una calma y una tranquilidad que nunca antes había tenido. La soledad dejó de hacerme bulla, empecé a encontrar en mi voz interna, finalmente, la guía, aprendí a escucharme y a convivir con el silencio, siempre maestro.
Quizás por eso no me extraña que en casi un mes de confinamiento mi estado de ánimo haya sido ecuánime y en cierto sentido balanceado: he intentado no caer en desesperación, protegiéndome: literalmente no estoy siguiendo las noticias de la evolución de la pandemia, no reviso ni leo la cantidad insana de memes, contenido, links y demás que me comparten por WhatsApp. No, gracias. Es muy fácil caer en ese círculo de miedo y más miedo.
También en medio de la desesperación es fácil que nuestra energía se drene rápidamente hacia causas que no suman y lo sé porque recibo correos diarios pidiendo consejos y ayuda.
Ninguno de nosotros sabemos exactamente lo que nos espera, cómo será ese nuevo orden que se establezca. Intuimos cómo serán nuestras nuevas dinámicas sociales y las nuevas formas de trabajo o de educación; intuimos, pero no podemos tener certeza alguna sobre lo que vendrá.
Pero lo que sí podemos hacer desde hoy mismo, si realmente queremos tener una nueva oportunidad como especie, es entender que cada decisión y acción que tomemos o hagamos tiene una consecuencia directa sobre el todo, la Tierra que habitamos –que al parecer está cansada de nosotros y nuestra crueldad y egoísmo– y sobre el resto de humanos que la habitan.
Tu nueva versión, después del confinamiento, tiene que ser una que entienda que el yo se acabó.
Hola a todos. //