1. El viernes en que declararon el estado de alarma en Madrid tenía pensado jugar fútbol. La súbita medida frustró el partido, así que acabamos desfogando el malestar en la terraza de un bar. Éramos más de seis –número máximo de personas que pueden reunirse–, así que nos distribuimos en dos mesas. Algunos llevábamos mascarilla; otros, no. Intentamos hablar de cualquier cosa distinta de la pandemia, series, música, libros, pero bastó que alguien mencionara algo alusivo al virus para que comenzáramos a opinar sobre la curva de contagios; la confusión general a raíz de los mensajes contradictorios de las autoridades; las inoportunas protestas callejeras convocadas por la derecha radical. Aburridos del monotema, volvimos a asuntos más frívolos, pero para entonces ya eran las diez y media de la noche y el mesero nos trajo la cuenta recordándonos que los bares y restaurantes ahora cierran a las once. La otrora ciudad de la diversión interminable ya no llega viva a la medianoche. Fuck COVID.
2. En Madrid, actualmente hay más de 500 contagios por cada 100 mil habitantes. Solo cuando esa incidencia baje a 200 el Gobierno pensará en levantar el estado de alerta. A diferencia de lo que ocurría en marzo, esta vez el encierro no es estricto, aunque no se descarta aplicarlo si la situación se agravara. Lo que se ha dispuesto es un confinamiento perimetral con restricciones de entrada y salida a cada municipio, salvo por motivos laborales, médicos o educativos. Son dos las prioridades sanitarias de esta etapa: reforzar la atención primaria para evitar el colapso de los hospitales y fortalecer la vigilancia y el rastreo de los contactos de cada caso positivo. En Europa, los efectos de la segunda ola comenzaron a registrarse primero en España, pero en los últimos días Reino Unido, Francia, República Checa e Italia han alcanzado y hasta superado el ritmo de contagios español. En oposición, Portugal es el país con mejor contención del virus.
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3. La presidenta de la comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso (del Partido Popular), ha dicho que no se necesitaba un “estado de alarma”, pues se pudo optar por “medidas intermedias, sensatas y justas” para frenar la transmisión del COVID y no dañar la economía, principal preocupación del frente conservador. Lo cierto es que, pasado el verano, mientras los políticos de uno y otro sector tardaban en ponerse de acuerdo, la población aprovechaba para salir a las calles e interactuar con pasmosa normalidad. Los más jóvenes, por ejemplo, venían refugiándose en fiestas ilegales celebradas en locales clandestinos del centro (sótanos sin ventilación que se autodenominaban “asociaciones socioculturales”); incluso el fin de semana pasado, con el estado de alarma ya en vigencia, la policía intervino casi un centenar de estas reuniones. Pero las fiestas también ocurrían (y quizá ocurren) en la periferia de Madrid, detrás de los altos muros de grandes casas y chalés de lujo, en cuyos generosos jardines la juerga se prolongaba (y quizá se prolonga) hasta el día siguiente.
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4. En la puerta del colegio de mi hija, todas las mañanas una maestra con mascarilla recibe a los niños con un dispensador de gel hidroalcohólico y un termómetro infrarrojo. Si se reportara un caso positivo, todos los inscritos en el salón del menor contagiado deberían guardar cuarentena en casa por precaución. Al tratarse de un cole privado, los protocolos sanitarios fueron definidos a tiempo y depurados junto a los padres de familia. En muchas escuelas públicas, en cambio, las normativas son confusas, la plantilla de docentes resulta insuficiente para controlar a los alumnos y el ambiente general es de improvisación. Pese a ello, un estudio reciente confirma que la reapertura de las escuelas, con todo y clases presenciales, no ha sido determinante en la expansión del virus. Ahora lo que buscan las familias es que reabran los parques infantiles, cuyo cierre no está científicamente justificado. Mi hija me pregunta a diario cuándo podrá volver al parque y, aunque no lo dice textualmente, sospecho que si de ella dependiera, organizaría a los niños de tres años recién cumplidos de su clase y, al primer descuido, saldrían a protestar. //
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