Este 2019 sobran razones para volver la mirada sobre Julio Ramón Ribeyro: se cumplen 90 años de su nacimiento y 25 de su deceso. Además, Seix Barral acaba de lanzar en España una edición conmemorativa de tres de sus libros más representativos: La palabra del mudo, Prosas apátridas y su diario personal, La tentación del fracaso (“uno de los más fascinantes diarios literarios del siglo pasado”, a decir de Enrique Vila Matas, autor del prólogo). Por si fuera poco, está por publicarse en Perú su esperada biografía a cargo del periodista Jorge Coaguila, así como Cartas a Juan Antonio, la correspondencia que sostuvo con su hermano Juan Antonio durante su larga estancia europea en Madrid, Amberes, Múnich y París.
El consenso que despierta la calidad literaria de Ribeyro, el hecho de ser permanentemente referido como un autor imprescindible de la literatura hispanoamericana, y el haberse convertido, al menos en nuestro país, en autor de culto –además de recurrente motivo de tesis, relecturas y celebraciones–, justifica la pregunta: ¿por qué Ribeyro no llegó a ser impactado por el estallido del boom latinoamericano? Es cierto que, en la segunda edición de su Historia personal del ‘boom’ (1983), el chileno José Donoso lo incluye, pero mencionándolo como un autor joven al cual “hay que prestar atención”, cuando Ribeyro ya tenía 44 años y más de una decena de títulos publicados.
La respuesta está en su apuesta literaria personal, muy contraria a la tendencia de aquel momento. El boom fue básicamente un movimiento de novelistas y Ribeyro fue sobre todo autor de cuentos. Es verdad, escribió tres novelas –Crónica de San Gabriel, Los geniecillos dominicales y Cambio de guardia (1976)– pero ninguna persiguió o alcanzó la épica ni la monumentalidad totalizante que caracterizó a las obras más destacadas de ese periodo; además, recién fueron publicadas por Tusquets en 1983, de modo que su visibilidad editorial en España fue tardía.
Por otra parte, el talante de Ribeyro no calzaba con la personalidad, en muchos casos arrolladora, de los autores más renombrados de aquel movimiento. Ribeyro era discreto, tímido, inseguro, de perfil bajo, le costaba la idea de integrar colectivos, interactuar en festines editoriales, conceder entrevistas en demasía. Lo suyo eran las excursiones, las pascanas, la afición a ciertos deportes, el tiempo compartido con la familia, los amigos del barrio, el vino y el cigarro.
Al igual que otros escritores del boom, Ribeyro viajó a Europa muy joven, a los 23 años. Antes de llegar a París, su verdadero horizonte intelectual, recaló en España. Un barco lo dejó en Barcelona en noviembre de 1952 y de ahí se trasladó en tren a Madrid. Como consta en sus diarios, de la capital española le llama la atención que “no haya casas para vivir, solo edificios como los de la avenida Wilson”; además, disfruta deambular por el Paseo de la Castellana o El Retiro, y diferenciar tascas, bodegas, cafeterías y bares para no confundir el espíritu de cada negocio: “muchas veces me metí a una tasca a tomar lonche y a una bodega a pedir un coñac”.
Más tarde, en 1955, vuelve a España. Esa segunda estancia, sin embargo, no será todo lo gratificante que esperaba: sus viejos camaradas han partido, los trabajos que creía poder conseguir no se concretan y apenas logra hospedarse en una pensión de la calle Santa Clara (“una covacha miserable”). Las miserias pasadas aquel verano quedaron plasmadas en ese espléndido cuento que es “Los españoles”, donde un hombre comparte una pensión del barrio de Lavapiés con tres prostitutas, un viejo en pijama que juega al dominó, un cura chismoso, un militar y una muchacha llamada Angustias, “esbelta, lánguida, espiritual y desgraciada […] que tenía esa palidez que solo producen la castidad, la pobreza y las pensiones españolas”.
Ningún lector mínimamente sensible debería perderse la maravillosa experiencia de convivir unos días con la prosa de Ribeyro, es decir, con su mirada del mundo. La solvencia y la verdad asoman en cada página, y uno sale de esa lectura modificado, enriquecido, con el entusiasmo ansioso de quien no sabe que acaba de adquirir un nuevo vicio. Uno incurable.
(Una versión extendida de esta columna apareció en el último número de la revista española Tinta libre). //