Renato Cisneros

En 2001, Asunta Yong Basterra Porto, nacida en China un año antes, fue adoptada por una pareja de esposos gallegos, Alfonso Basterra y Rosario Porto. El nombre de la niña se hizo famoso en España trece años después, cuando apareció muerta al borde de un camino rural de Santiago de Compostela. Las investigaciones policiales derivaron en un juicio muy mediático donde se halló a los padres responsables del crimen. Ambos fueron sentenciados a dieciocho años de prisión, aunque nunca se determinó el móvil preciso del asesinato. En 2020, la madre, Rosario Porto se ahorcó en su celda de la cárcel de Ávila; no era la primera vez que intentaba suicidarse.

Por estos días aquella tragedia ha vuelto a comentarse en toda España a raíz de El Caso Asunta, la miniserie de ficción que Netflix estrenó hace un mes y que lidera la lista de los productos más vistos de la plataforma. Ahí se recrean los eventos sucedidos en 2013 en Galicia tomando como protagonistas a Rosario y Alfonso, pero también se narra el papel cumplido por los policías, jueces, abogados y periodistas que intervinieron en ese proceso, que duró poco más de dos años.

Desde el punto de vista narrativo, la serie es impecable, tanto por la cronología con que se cuenta como por los personajes que ofrece: sólidos, creíbles, capaces de inspirar compasión, rechazo y hasta miedo. Hay que destacar que el guion se cuida de no subrayar la truculencia alrededor del asesinato, pero eso no libra al espectador de encontrarse con escenas inquietantes, no aptas para almas sensibles.

Más allá de la realización en sí, es interesante la polémica que ha provocado El Caso Asunta. Ya desde hace unos años han surgido voces que cuestionan la validez moral de los true crime (ficciones que recrean crímenes reales) señalando que muchos de ellos solo buscan avivar el morbo del público, sin contribuir a las investigaciones (en los casos cuyas tramas pudieran haber quedado irresueltas), ni a la reflexión social. Para colmo, advierten los críticos del género, algunos productores inescrupulosos actúan sin el consentimiento de los deudos de las víctimas, ignorando el daño psicológico que se genera al volver a poner en vitrina una pesadilla familiar.

Eso es lo que sucede, por cierto, con Patricia Ramírez, la madre del niño Gabriel Cruz, asesinado en Almería en 2018 por la novia de su padre, quien ahora purga prisión permanente. Desde la cárcel, la mujer estaría grabando «un programa» sobre el suceso, hecho que ha sido denunciado por la madre de Gabriel, pues se estaría explotando la memoria de su hijo con fines claramente lucrativos.

La productora Xelo Montesinos piensa que, si descubre nuevas pistas, el true crime está justificado, cuente o no con el permiso de los parientes de la víctima. «Es el objetivo deseado por cualquier productor o autor», ha dicho en una nota de El País. Por su parte, Ramón Campos, productor de El Caso Asunta, cree que estas producciones deben promover un debate y no andarse con dobleces morales: «para hacer true crime hay que tener ética».

Muchos se preguntan qué tan necesario llevar la muerte de la niña Asunta a una ficción televisiva si ya antes, en 2017, había sido tratada en un documental que también puede encontrarse en Netflix bajo el título Lo que la verdad esconde.

La escritora y periodista Nuria Labarti opina que la miniserie no guarda la menor empatía hacia la pequeña. «Poco o nada sabemos de Asunta Basterra al terminar la serie y lo poco que sabemos (que era superdotada y que le gustaba bailar) nos lo cuentan sus asesinos (…)», ha escrito en una columna reciente. La guionista Paola Rando, en cambio, piensa que sí hay contribuciones. «El caso Asunta», dice, «enseña todo lo que está al otro lado del morbo».

El true crime es un género con largo recorrido, pero la polarización que causa sí que es nueva, al menos en España, donde muchos directores y productores muestran esa debilidad adjudicada a los asesinos: volver una y otra vez a la escena de un crimen.

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