Quiero aprender a tocar guitarra. Hace un año mi hija Antonia pidió por Navidad una guitarra acústica y su padre le regaló una hermosa. Ha estado metida en su estuche algo así como 360 días desde que llegó a la casa. Es decir, casi siempre. Ella perdió instantáneamente las ganas de aprender a tocarla y ahí quedó la historia de la guitarra en mi memoria. Eso hasta esta semana.
Resulta que estuvimos grabando videos en mi hogar. Al sitio llegó un equipo grande compuesto de directores, sonidistas, asistentes, etc., entre ellos un músico que no dudó en sacar y desempolvar la guitarra abandonada (lo único que había hecho yo era moverla de lugar y ponerla junto a un cajón, que tampoco nadie toca).
En un determinado momento del día, en el que yo estaba ocupada y en otro lugar, escuché que alguien la tocaba. Tardé varios minutos en darme cuenta de que la música provenía de mi propia casa y ¡que esa era mi guitarra! Pensé: tengo una guitarra que nadie usa y tiempo libre. ¿Por qué no aprender entonces? No se me había ocurrido antes. En mi lista de deseos para el siguiente año había literalmente pensado:
–Bailar: solo una vez se me ocurrió antes entrar a la clase de baile del gimnasio para probar. Precisamente, antes de mis sesiones de yoga, revienta el salón multifuncional de señoras en trance al ritmo de la música. Así que me animé. Ingresé a una de esas clases con coreografía y marcas en el piso donde ubicarte (previamente inscrita en recepción). La dinámica es así: el coreógrafo, amado y ovacionado durante diferentes partes de la clase, te va guiando a través de la combinación de sus creativos -–y para mi bastante complicados– pasos.
Si uno es muy mental, no lo logrará. Hay un momento importante en el que solo hay que escuchar la música, sentir el cuerpo, perder la vergüenza y dejar atrás la idea de que estás haciendo el ridículo para entregarte y fluir. Me fue difícil. Siempre terminaba perdida en alguna altura de la canción; pero la sensación de liberación, catarsis… fue maravillosa. Y entendí. El baile cura: te ayuda a entrar en contacto y ¡no solo con tu cuerpo físico!, sino con tu corazón.
–Adoptar un perrito: tengo dos gatos adoptados solo porque cuando llegó la primera, París, la niña de mis ojos, el enamoramiento fue tal que me llevó al egoísmo: “quiero más”. Así adopté a Berlín, que siempre ha sido seco y arisco y nunca se deja tocar. Por esa razón quedó un hueco en mi corazón que poco a poco se fue llenando con la idea de tener un compañero o compañera con quien salir a caminar, conversar –con mis gatos converso, pero tienen sordera colectiva y claramente jamás me responden–; así se me ocurrió un perro.
La idea al principio fue rechazada por toda la familia: ¿quién lo va a cuidar?, ¿dónde lo vamos a dejar si nos vamos a la playa? Ya viene el verano. Así, múltiples excusas. Pero vengo dos años trabajando para que abran un poco esos corazones de hielo. Finalmente lo han aceptado, con grandes y serias condiciones; y estamos en el proceso de selección –teniendo en cuenta los gatos, el espacio, mi capacidad física y emocional para criar otro hijo.
–Bordar: he comenzado los #juevesdebordado junto a mamá con bastidores y telas que vienen con diseños. Nivel de dificultad: 0. El jueves pasado estuvimos bordando una hora y media. Con galletitas y tés.
También he ido avanzando con la guitarra, no crean: he aprendido dos ejercicios de calentamiento de forma virtual. Si uno quiere ser autodidacta: YouTube. De todo hay. Ahora quiero un profesor y cantar como Mon Laferte. Deséenme suerte. //