Veintidós de junio de 1982. Perú se jugaba la clasificación a la segunda fase del Mundial de España ese día. Era martes, pero no fui al colegio. No hubo necesidad de hacerme el enfermo.
El padre futbolero que había llevado una tele al cole cuatro días antes –¡cómo gritamos el gol del ‘Panadero’ Díaz a Italia!– no había asegurado que repetiría la faena, así que mis viejos aceptaron que me ‘tirara la pera’. Y entonces me senté a esperar el triunfo tras dos empates seguidos.
Todos los fanáticos que hemos doblado hace unos años la esquina de los 40 tenemos un recuerdo vívido de ese día aciago. El mío no es la cascada de goles polacos que cayó inmisericorde en un segundo tiempo de terror. Me veo, más bien, apagando el televisor en silencio –un Philips en blanco y negro, el de color llegó a casa para Fiestas Patrias– y mirando hacia la pared un largo rato. Sin lágrimas, solamente mudo.
Ni en mis peores pesadillas habría imaginado, a mis 10 años, que tendrían que pasar 124 partidos a lo largo de nueve eliminatorias para volver a ver a Perú en una Copa del Mundo.
Si un país europeo nos despidió hace casi cuatro décadas, otro nos da la bienvenida ahora. Y todo luce muy parejo. Perú y Dinamarca juegan en Rusia 2018 su quinto Mundial, ambos llegan con una racha de 15 partidos invictos, muestran una defensa sólida (dos goles en contra nosotros y tres ellos en sus últimos nueve duelos) y vienen de empatar a cero contra Suecia.
En 48 horas encenderé de nuevo la tele con mi hijo al lado, él con la edad que tenía yo cuando la apagué aquel día de junio de 1982. Tengo la certeza de que, pase lo que pase en Rusia, Mateo no tendrá que esperar otros 36 años para volver a ver a la Blanquirroja en un Mundial. Así sea.