Además de escribir esos relatos magníficos que aún hoy, tantos años más tarde, aún describen con acierto nuestro temperamento; además de llevar disciplinadamente, por décadas, un inventario de lúcidas anotaciones existenciales; además de reflexionar tan sabiamente acerca de lo cotidiano en sus prosas sin patria; además de todo eso, por si fuera poco, Julio Ramón Ribeyro, nuestro cuentista más importante y querido, también pintaba.
Lo hacía como un talentoso aficionado, y para dar más valor artístico a esos dibujos les colocaba unas leyendas cargadas de su temible humor negro. Precisamente mañana, en el marco del Hay Festival de Arequipa, saldrá a la luz un libro que recoge ese material que hasta hoy había permanecido en manos de su hijo, Julio, y su viuda, Alida Cordero.
“Recuerdo que un día me mostró el dibujo de una manzana y al pie se leía: esto no es una manzana, es apenas un tomate”, me cuenta ella, Alida, sonriendo levemente. Es una noche de martes en Madrid, estamos en el Instituto Cervantes, en la antesala del homenaje que el presidente de esa institución, Luis García Montero, y el embajador peruano Claudio de la Puente (ahijado de Ribeyro) han preparado para el escritor peruano con motivo del aniversario 90 de su nacimiento y de la reciente aparición en España (con el sello de Seix Barral) de tres de sus libros más representativos: La palabra del mudo, Prosas apátridas y La tentación del fracaso.
Hace unos minutos, la propia Alida donó al instituto una de las primeras máquinas de escribir que usó Ribeyro, una vieja Olivetti eléctrica, color hueso, que a partir de ahora morará en uno de los casilleros metálicos de La Caja de las Letras, la inmensa bóveda del Cervantes donde reposan, entre otras joyas, una arqueta llena de tierra de la Aracataca de García Márquez, la histórica Underwood de Nicanor Parra, una camisa que el poeta mexicano José Carlos Becerra dejó olvidada en casa de Fernando del Paso o la pulsera de latón que usó el padre de Elena Poniatowska mientras combatía en la Segunda Guerra Mundial.
Dentro de un rato, frente a un auditorio repleto, Alida Cordero se levantará de su silla, caminará hacia el estrado, leerá una carta de su hijo, Julio, llorará en un pasaje conmovedor y cortará el aliento del público. Pero eso será dentro de unos minutos; ahora está a mi lado contándome de los dibujos de su esposo, haciendo coordinaciones por el WhatsApp y asegurando que publicará los textos inéditos de Ribeyro una vez que algún experto en caligrafía logre transcribir las notas que dejó escritas a mano y que el tiempo ha vuelto casi ilegibles.
Pasado el homenaje, ya en un restaurante, Alida desmentirá su fama de mujer hermética y reirá animadamente y corroborará algunas leyendas acerca de su marido. ¿Es verdad, le pregunté, que Ribeyro era sumamente distraído? Me respondió con esta historia: “Julio tenía por costumbre guardar dinero en sus libros, pero no llevaba registro de dónde colocaba los billetes. Un día llegó un muchacho peruano y le prestó un libro. Al día siguiente recibió una carta del joven donde le agradecía profundamente por el apoyo económico, y sobre todo por la manera tan discreta en que se lo había dado para no hacerlo sentir mal. ¡Eran 500 francos!”.
Alida también confirmó lo que el periodista Daniel Titinger explora en su interesante perfil Un hombre flaco (ediciones UDP, 2014): pese a declararse un hombre racional, Ribeyro estaba lleno de supersticiones. ¿Es cierto que guardaba estampitas de San Martín de Porres y que por cábala se colocaba primero el zapato derecho? Alida precisa: “Las estampitas eran de su madre y él las guardaba todas, pero lo del zapato es cierto: incluso al final, estando ya en la clínica, cuando bajaba de la cama me pedía primero el zapato derecho”.
También habló de otros temas –su distanciamiento de Bryce, su amistad con Patricia Llosa–, pero sobre todo compartió memorias familiares al lado de Ribeyro, y por un instante fue como si el autor de prodigios literarios como Solo para fumadores o Silvio en El Rosedal (el cuento favorito de su esposa) estuviera ahí entre nosotros, envuelto en el humo de un Hamilton Light, tomando una copa de Saint-Émilion, advirtiendo lo bien que ha sobrevivido su recuerdo. //